No es un domingo cualquiera. Madrugamos como viene siendo habitual para ver una de las películas que más expectativas nos generan en esta edición de Sitges. En 2014 un director casi desconocido nos sorprendió con la efectiva cinta de terror It follows. Se llamaba David Robert Mitchell, y cuatro años más tarde vuelve a la carga con una nueva película. Y qué película. Under the silver lake resulta inabarcable, una de esas cintas tan llenas de referencias y de ideas que requerirá de más de un visionado para apreciarla en su justa medida. Aventura a pie de calle, investigación absurda en el corazón de Los Ángeles, comedia taciturna, romance misterioso, la película se abre en todas direcciones y se vive como un pequeño milagro. Hay infinidad de citas a la cultura pop en Under de silver lake, y aquí tienen todo el sentido del mundo. Porque Robert Mitchell siente la misma fascinación que nosotros por todo ese imaginario surgido durante el siglo XX, y a la vez se cuestiona su significado y trascendencia. Y lo hace con una levedad desarmante. Al poco de comenzar a servidor le viene a la cabeza por su atmósfera el Puro vicio de Paul Thomas Anderson (2014), pero aquí hay para todos los gustos. La influencia de los Coen flota sin duda en el aire, pero también la de Hitchcock, De Palma, el Lynch de Twin Peaks, etcétera, etcétera. Hay espacio para los cómics, los objetos de consumo, clichés culturales, videojuegos… Un recorrido espiritual a lo largo de los últimos cien años, los del entretenimiento para las masas, tan lúdico como descorazonador en sus últimos compases. Mención aparte merece Andrew Garfield, que se confirma como uno de los mejores actores de su generación, el espléndido uso de una música que muta con la película, la multitud de extravagantes personajes episódicos que pueblan la historia… Puede que Under the silver lake sea algo excesiva en su duración, pero es también arrolladora, atrevida y refleja un talento en la dirección de los que no abundan. Tal vez sea imposible en los tiempos que corren, pero tenemos la sensación de estar asistiendo al nacimiento de una película de culto.
Sin espacio para digerir lo anterior -y ésta es una de las principales pegas del festival-, entramos a la siguiente sesión para ver Maquia: When the promised flower blooms, debut en la dirección de la guionista Mari Okada. Nos habían avisado, pero realmente es imposible ver la película de principio a fin sin que se escapen las lágrimas en algún momento. Ambientada en un universo fantástico, Maquia confronta a su protagonista, perteneciente a una raza extraordinariamente longeva, con el mundo de los humanos al que se ve abocada cuando su cultura es casi aniquilada. A partir de ahí, la historia deviene un estudio sobre lo que significa amar y, como no puede ser de otra manera, la cuestión de la mortalidad planea durante toda la trama, aportando un enfoque tan interesante como desolador. Maquia tiene algunos tics propios del medio, pero es tan auténticamente sentida y cuenta con unas voces tan bien actuadas, que éstos no llegan a molestar. La exploración de la maternidad y el énfasis en el recorrido vital de sus personajes resulta poco común en el entorno de fantasía medieval escogido para la película, y le aporta un plus de originalidad. El final es bellísimo pero también desgarrador, y no hace sino ahondar en la incipiente depresión con que veníamos de la anterior película. Y lo peor es que tenemos que darle las gracias.
Encontramos un momento para comer algo y reponernos del impacto emocional de la mañana antes de entrar a Galveston, otra cinta que es la alegría de la huerta. Afortunadamente para nuestra salud, ésta no llega a trascender a pesar de su oficio. Road movie fronteriza con buenas actuaciones por parte de Ben Foster y Elle Fanning, Galveston es el relato de dos almas perdidas que terminan por hacerse compañía mientras intentan reconstruir un mundo que nunca han podido hacer suyo. Es eficiente, pero se olvida con rapidez, tal vez porque no da la sensación de aportar nada nuevo. Y en estas que al salir corremos como una exhalación para intentar alcanzar el encuentro con Nicolas Cage. Al llegar nos encontramos no sólo con que no podemos entrar, si no con que ni siquiera hubiéramos tenido la oportunidad: allí se ha quedado fuera gente que llevaba más de una hora esperando. Aunque ya intuíamos que esto podía pasar, no podemos dejar de lamentar el haber sacrificado Mirai, la última película de Mamoru Hosoda, por estar aquí…
Las penas se nos van a pasar rápido. O van a ser sustituidas por otras que recibimos con los brazos abiertos, porque ya entrada la tarde se pasa en la sala Tramuntana Killing, la última película de Shinya Tsukamoto. Al igual que es una alegría que la obra del japonés se haya incluido en la Sección Oficial del festival, nos apena el maltrato que recibe en relación al resto de competidoras, pues su única sesión en el Auditori es a la una de la madrugada. Sabemos que Tsukamoto es un autor difícil que no puede conectar con toda la audiencia, pero también que el criterio artístico debería primar sobre el afán de completar el aforo de las salas. Y si lo destacamos es porque nos hallamos ante la obra maestra del festival. Killing es una película sencilla y concisa en su planteamiento, y en la misma medida demoledora. El título lo dice todo, es un análisis sobre la acción de matar a otro ser humano. Y la película, ambientada en la era de los samuráis, atesora una fuerza telúrica y una naturaleza fantasmal que alcanza algún punto situado en lo más profundo de nuestro ser. Interesantísima si se contempla en díptico junto a Fires on the plain, Killing premia a los pacientes -que previsiblemente serán sólo una parte- y tiene algunos planos que son un milagro. Es una paradoja estética lo que consigue Tsukamoto a pesar de rodar en digital de bajo presupuesto, un formato del que la mayoría de directores huirían como de la peste. Y es que el realizador asimila de tal manera los medios que utiliza que estos se vuelven parte consustancial de su obra. Lo cual demuestra una vez más no sólo que es un artista insobornable, sino que está a la altura de los más grandes.
En esta ocasión sí que tenemos tiempo de descansar y digerir lo que acaban de presenciar nuestras retinas, así que cuando llegamos a Apostle, no nos sabe tan mal cerrar la jornada con un producto fallido. Otra de las producciones que presenta Netflix en esta edición, esta vez dirigida por Gareth Evans -a quien todo el mundo idolatró por The raid (2011)-, Apostle supone su incursión en el fantaterror. Pero su historia de sectas resulta aburrida e incoherente. Por más que tiene un arranque interesante, conforme avanza se embarra, se ramifica en múltiples direcciones que no aportan gran cosa, y para cuando llega el movido tramo final hemos desconectado de lo que nos están contando. La falta de una mitología y unas bases de funcionamiento interno sólidas pueden jugar malas pasadas, y este es un claro ejemplo de ello. Pero mañana será otro día.
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