Qué sobado está ya el tema de las casas encantadas, pero qué gusto da escuchar una buena historia de espíritus. Total, que probamos suerte con The banishing, una de éstas ambientada en la Inglaterra de los años 30, cuando el fantasma más presente en la vida de los europeos era el de la guerra. Como era de esperar, está la familia que se muda a un nuevo hogar. El marido es un clérigo, y las tensiones de pareja están servidas. Por en medio también hay una niña, con lo que la pieza más vulnerable ya está fijada. Y los ruidos, movimientos extraños y apariciones se empiezan a suceder más o menos como uno prevería, y hay historias ocultas que se van revelando, etcétera, etcétera. Pero por más que el director Christopher Smith intente conseguir una ambientación sólida, todo es bastante plano, el desarrollo de la trama es tirando a torpón, e incluso cuando aparece algún recurso fantasmagórico con cierta gracia, no llega a explotarse demasiado. En definitiva, otra más del montón, y como ya hemos visto unas cuantas, no nos queda interés para recomendar ésta.

Después llega un gancho más sólido. El archiconocido guionista de cómic Alan Moore (Watchmen, V de Vendetta, From Hell…) está jugueteando ahora con el mundo del cine, tal vez en respuesta a su descontento por las adaptaciones que otros han hecho de su obra. Y se ha aliado con el cineasta Mitch Jenkins para guionizar algunas aventuras peculiares en su Northampton natal. Así es como nace The Show, que por lo visto continúa un universo que ya mostraron en la colección de historias Show Pieces (2014), de la cual desconocíamos totalmente la existencia. En la que nos traen este año, un hombre llega a esta ciudad del centro de Inglaterra siguiendo un objeto robado, para encontrarse que el ladrón ha muerto misteriosamente. Comienza así un viaje por un mundo subterráneo, lleno de personajes extraños, batiburrillo de referencias, momentos cómicos y macabros… Un poco la liga en la que jugaba Lo que esconde Silver Lake (David Robert Mitchell, 2018), aunque sin la estupenda factura de aquélla. Se trata por otro lado de una producción modesta, y cabe reconocerle el mérito de sorprender por momentos, con algunos personajes bastante pintorescos e ideas pasadas de vueltas. No deslumbra ni pasará a los anales como uno de los mejores trabajos de Moore, pero divierte y se encuentra libre de pretensiones elevadas.

Reincidimos en la modesta sala Tramuntana con la selección de cortos de Noves Visions. Desde que en 2012 (si no nos falla la memoria) se abrió la subsección Petit Format con un mediometraje de Apichatpong Weerasethakul, hemos insistido siempre que hemos podido en colocar en nuestro horario la sesión de turno. También es cierto que no hemos vuelto a toparnos con una joya como aquélla, y que en su mayor parte ha pasado a recopilar cortometrajes -el medio es el formato más desagradecido para cualquier tipo de exhibición-, pero nosotros seguimos perseverando, con la idea de que será más fácil encontrar el tipo de atrevimiento que buscamos aquí antes que en la Sección Oficial. De lo que se presenta este año, nos gusta la elegancia de la macabra historia de sanación The Retreat, de Marcus Anthony Thomas, y del moderno golem de Leib, de Marijana Verhoef, si bien a ambas parece faltarles algo de espacio para expresarse del todo satisfactoriamente -¡queremos esos mediometrajes!-. Tal vez la que consigue un mejor equilibrio es la fantasía alienígena My little China girl, de Sam Azulys, en la que el fetichismo romántico tiene consecuencias cósmicas para el protagonista. En el otro extremo del espectro nos encontramos el auténtico material de derribo que es la distopía queer–centennial Luz distante, Parte 1, Les desventurades, y la única razón por la que lo mencionamos es porque llegó a ganar el premio de la sección, algo que cuesta de entender sin un buen jamón de por medio. Y lo peor es que amenazan con continuaciones…

Llega por fin la película que esperábamos con más ganas en esta edición, lo nuevo de Brandon Cronenberg tras Antiviral (2012). La criatura se llama Possessor y nos hemos hecho sin dudarlo con una entrada para la sesión de tarde en el Auditori. Pese al peligro de las expectativas, Possessor no nos decepciona. Continúa explorando los terrenos del terror tecnológico, con una ambientación más distópica que futurista, y asentando a Cronenberg como uno de los pocos actualizadores de ese ente tan incómodo como estimulante que es la Nueva Carne. Su película, que nos presenta a una agencia que toma el control de otros cuerpos con fines no del todo éticos, sigue ahondando en la identidad y el subconsciente, en la materialidad del propio cuerpo y en sus posibles alteraciones. Es contundente, desagradable por momentos, totalmente hipnótica. Y confirma el talento de su director sin dejar lugar a dudas. Pocos peros se le pueden poner a Possessor: tiene algunos momentos de actuación estelares, efectos ópticos que quitan el hipo, precisión en la colocación y movimientos de cámara, ausencia de cortapisas a la hora de mostrar lo que quiere… Su contundencia es ejemplar, y tal vez por eso acabará ganando los premios a la Mejor película del Festival y al Mejor director.

Poco más de si puede dar el día, por mucho que nuestra última película de la jornada, Relic, parece tener una acogida bastante cálida allá por donde pasa, al punto de que le encasquetan el sambenito del Hereditary (Ari Aster, 2018) de este año. No es que la comparación sea muy halagüeña para nosotros, pero tampoco es que le veamos demasiado sentido a la obsesión por encontrar herederas del gran éxito de turno. Relic se trata del primer largo de Natalie Erika James, y concita a tres generaciones de mujeres (el rostro conocido, Emily Mortimer) en la casa de la mayor a raíz de su preocupante desaparición temporal. El ambiente está enrarecido y, como cabe esperar, la matriarca presenta comportamientos bastante inquietantes, quién sabe si ligados a la misma casa o a alguna entidad que la habita. Relic contiene una interesante metáfora de la senilidad, pero también acusa faltas en la progresión narrativa. Tarda demasiado en despertar el interés, no acierta a resultar terrorífica, y cuando aparecen algunos juegos de espacio y conceptuales llamativos, le cuesta hilarlos con ritmo. Por no mencionar una conclusión que roza el ridículo pese a sus buenas intenciones (quién sabe cómo convencieron a Mortimer para que la rodara). Entre pitos y flautas, preferimos irnos a la cama pensando en delirios canadienses.

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