Creo sinceramente que podía salir algo bueno de «Dylan Dog». Sin ser la octava maravilla, el cómic de Tiziano Sclavi tenía su aquél, mezclando de forma peculiar elementos sobrenaturales con historias de detectives. Por su parte, el director Kevin Munroe no había empezado con mal pie, con una aventurilla divertida de las Tortugas Ninja en su haber, mientras que Brandon Routh se perfilaba como una perfecta encarnación del personaje protagonista, que además había demostrado solvencia en su mimetización con Christopher Reeve para el último Superman (ése del que ya nadie se acuerda).
Pero el cóctel requería de algo más. Para empezar, de atrevimiento, de escapar de lo convencional (algo a lo que debería aspirar por principios cualquier incursión en el género fantástico). Dylan Dog lo pedía a gritos por las mismas características de la obra de partida, con un mundo en el que los seres de la noche conviven discretamente con los humanos, un poco a lo «Hombres de negro». Pero cuando alguien -por poner dos nombres, Thomas Dean Donnelly y Joshua Oppenheimer- se dispone a escribir con desgana, tirando de situaciones manidas y falta de imaginación, ocurre un pastiche como el que tenemos ante nosotros. Ya no es que se pierdan ciertos puntos de interés como la ambigüedad del tebeo respecto a la existencia o no del mundo paranormal -algo que el guión se encarga de desmontar desde el primer minuto. Es que falla estrepitosamente a la hora de crear un universo propio, personajes con carisma o una trama que enganche. Sigue leyendo