Crónica Sitges 2021 (IV): La cumbre está a la mitad

Es lo que tienen los festivales: seleccionas algunas películas porque piensas que te van a volver loco, y luego no te parecen para tanto; luego otras que tenías por rellenar pese a la mala pinta, están la mar de bien; y aquellas sobre las que no albergabas especiales expectativas, pueden convertirse en tus favoritas. Es lo que nos pasa cuando asistimos por la mañana a Beyond the infinite two minutes de Junta Yamaguchi, en la que un tendero se enfrenta al descubrimiento de que puede verse en una cámara dos minutos en el futuro. La película está hecha con medios escasísimos (si nos hicieran apostar, diríamos de hecho que es una producción amateur), pero resulta uno de esos casos en los que el talento consigue suplir cualquier carencia. Beyond the infinite… se hace fuerte en sus limitaciones gracias a un guión inteligentísimo y a una muy cuidada puesta en escena. Es graciosa, una estupenda historia de ciencia ficción minimalista, y genera en la sala vibraciones similares a las de aquella ovacionada proyección de One cut of the dead (Shinichirô Ueda, 2017) hace un par de años. Aquella cinta celebraba el proceso y la pasión volcada al hacer una película por modesta que fuera, y esta es una muestra incontestable del resultado cuando se aplica esa pasión con talento.

Esto es sólo el principio de un día bastante intenso. Seguimos en la sala Tramuntana, esa de la que cada año intentamos huir pero a la que siempre acabamos acostumbrándonos, para ver Eight for Silver, una reinterpretación de El hombre lobo donde pesa la bruma, la bestia se hace verdaderamente amenazante, y la tragedia que se cierne sobre los habitantes de la campiña se deriva de la injusticia perpetrada contra los más desfavorecidos. La nueva película de Sean Ellis (Metro Manila, 2013) cuenta con una gran ambientación, si bien en ocasiones se ensimisma en ella, generando un desarrollo algo pesado. Aún así, los momentos crudos son de calidad, y el indiscutible empaque visual la destaca del montón. El optimismo que destila esta propuesta (sic) no hace sino acentuarse con la siguiente, Limbo, un thriller angustioso, desesperado, y en ocasiones también desesperante. De la mano del hongkonés Soi Cheang, del cuál hemos visto en este festival propuestas tan diversas como Motorway (2012) o El despertar de los dragones (SPL 2) (2015), redescubrimos la sorprendente fotogenia de su ciudad, en esta ocasión marinada con cantidades ingentes de escombros, basuras y trastos retratados en blanco y negro para representar lo más sucio, degradado y sórdido de sus márgenes, y de la misma alma humana. Limbo es un relato criminal lleno de encuadres cuidados y momentos intensos, pero su absoluta crudeza y ausencia de fe en la humanidad se cobran su precio y pueden llegar a agotar. Por otro lado, esa violencia extrema y sensación de agonía que transmite es a ratos impresionante, siempre contundente y bien rodada, por lo que el grado de aceptación dependerá del estómago y estado de ánimo que tenga cada uno. Y en éstas que se nos hace de noche con Dead & Beautiful, en la cual un grupo de jóvenes (muy) ricos se van de excursión pija y tontean con el vampirismo. La película quiere retratar el vacío vital de su fauna, pero al final surge con fuerza la pregunta de si hay contenido en la cinta misma más allá de sus vueltas de tuerca. Pese a su potente estética, al tramo central le falta vida: tanto energía violenta como sexual (por mucho que se insinúe alrededor de ésto). Todo acaba teniendo su explicación, pero no es muy satisfactoria, y nos quedamos con la idea de que es un bonito envoltorio para contar la historia de unos niñatos que, después de todo, siguen siendo niñatos…

Pero alerta, porque lo siguiente es para agarrarse a la butaca. Como decíamos al principio, siempre están ese par de películas que te llenan de emoción, que deseas que te vuelvan loco, y a la vez temes que se desinflen una vez proyectadas. Pero qué alegría cuando las profecías personales se cumplen, y te plantan delante joyas como Mad God, el proyecto mastodóntico del animador Phil Tippett. Bregado en los efectos especiales de Hollywood, actividad que le ha granjeado múltiples premios, a lo largo de los últimos 30 años ha estado desarrollando este proyecto ultrapersonal, en el que vuelve a su técnica predilecta, el stop-motion. Mad God es un viaje alucinado a un mundo oscuro, lleno de criaturas deformes que se devoran a sí mismas, una visión apocalíptica del Universo llena de vísceras y fluidos, que no son sino parte de un proceso sin fin de creación, destrucción y reciclaje. Si hay una película que pueda definirse como dantesca, es ésta. Rodada en formato mudo, Tippett puede permitirse el lujo de convertir la exposición de sus mundos en el mismo hilo narrativo de la película. El derroche de imaginación es espectacular, sin ningún tipo de cortapisas, y es a la vez pesadillesca, fascinante, sin miedo a resultar desagradable, técnicamente apabullante y profundamente absorbente. Mad God hace pensar en muchos referentes, algo que en ocasiones ocurre precisamente cuando hay pocos que hayan hecho algo parecido. Vienen a la cabeza el arte de H. R. Giger, lo más oscuro de Jim Henson, cosas que uno ha visto de casualidad como el Bobby Yeah de Robert Morgan (2011), mundos de videojuego al estilo de Inside (Playdead, 2016), The Swapper (Facepalm Games, 2013), Little nightmares (Tarsier Studios, 2017)… Elementos de lo más diverso que no hacen sino corroborar lo único de esta propuesta. Sorprendente, sucia, extrema, irrecomendable, tiene los ingredientes de una obra de culto instantáneo. Mad God debería llevarse automáticamente el premio a la Mejor Película del Festival (finalmente rasca un obvio galardón a los efectos, y un ex-aequo de la crítica, que la degrada por comparativa) y hace que este año la sección de Noves Visions pierda sentido práctico más allá del nombre. Cosas que tiene la vida, antes de llegar al ecuador del certamen, ya tenemos la sensación de haber completado la misión de este año.

2 Respuestas a “Crónica Sitges 2021 (IV): La cumbre está a la mitad

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