El carácter de «Metro Manila» como proyecto personalísimo de su autor, Sean Ellis, queda fuera de toda duda. A modo de hombre orquesta, además de dirigir, el inglés escribe, produce, fotografía, lleva la cámara… y no sólo eso, sino que lo hace con notable virtud en todos los ámbitos. Se trata, pues, de una propuesta que, además de honesta, funciona a nivel técnico y artístico, consiguiendo una interesante mezcla de texturas, una combinación sugerente entre el drama y el suspense… ¿Qué es, pues, lo que falla en «Metro Manila»? ¿Qué hay de esta aventura en la megaurbe filipina que nos deja insatisfechos, a pesar de la calidad desplegada en el trabajo?
Hay quien dirá que es entrar en una valoración de carácter demasiado intuitivo, pero el problema de «Metro Manila» es su visión absolutamente desoladora de la humanidad. Se trata de una especie de reinterpretación sádica de la fábula «El ratón de campo y el ratón de ciudad» con la particularidad de que, a diferencia de lo que ocurre en el relato de Esopo, aquí el campo es un infierno donde los pobres protagonistas están condenados a la inanición. No hay, pues, vuelta atrás posible. La familia que centra la historia, bondadosa por naturaleza (como corresponde a su posición de humilde trabajadora de la tierra) va de Guatemala a Guatepeor; todos, absolutamente todos los personajes con los que se cruzan, no hacen sino engañar, estafar y aprovecharse de los sufridos campesinos; toda situación que reviste algo de positivo para ellos, se revela a los cinco minutos como una farsa, que no hace sino hundirlos más en la miseria.
En definitiva, todo «Metro Manila» es un juego de tiro al plato con sus personajes, solamente apto para gente con excepcional buen humor y fuerte estómago. Para la mayoría de los mortales, conforma un ejercicio deprimente del que resulta difícil -a diferencia de otras tragedias o historias de carácter pesimista- extraer algún tipo de conclusión vital, ya sea personal o global. El mundo es una mierda.
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