Nuestro paso por el Festival de Sitges trae consigo el visionado de decenas de películas. Y, ante la disparidad de calidades, siempre tenemos el dilema entre abreviar a la hora de contarlo e intentar sacar el máximo jugo a nuestra experiencia para guiar al lector. Vamos a intentar quitar de en medio algunas cintas que vimos en la transición entre las dos semanas del certamen para aligerar un poco de lastre. Diremos así, por ejemplo, que la muy comentada Speak no evil de Christian Tafdrup contiene el más absoluto vacío, tras dos primeros tercios de cinta bien dirigidos y en los que la construcción de un ambiente incómodo y enrarecido está realmente conseguida. Sin embargo, se despeña cuando intenta transmitir su potencialmente interesante tesis sobre la sumisión, traicionando a sus propios personajes y a las más básicas reglas de la verosimilitud. En este caso, el fin no justifica los medios. Por su parte, la animación minimalista de Dozens of Norths, en que el norte es en realidad un ente figurado, de mundos solitarios y búsqueda interior, presenta una colección de paisajes sugerentes y melancólicos, pero en los cuales la animación juega un papel más bien pobre y es lastrada por sempiternas líneas de texto. Queda la sensación de que el fílmico no era el medio adecuado para el material de Koji Yamamura, que sin embargo conformaría un estupendo libro ilustrado o cómic alternativo (por momentos vienen a la mente las obras de Shaun Tan). Por último, Something in the dirt supone un paso atrás en la filmografía de Justin Benson y Aaron Moorhead (que nos habían convencido con El infinito -2017- y Synchronic -2019-). Es una historia pequeña de fantasía y conspiranoia, en la estela espiritual de Lo que esconde Silver Lake (David Robert Michel, 2018), pero que se hace eterna. La pareja protagonista (los mismos artífices de la película) están tan desconectados no sólo de la realidad, sino entre ellos mismos, que al final el que mira también acaba por desconectar de la película. Una lástima.
Nos movemos ahora a terrenos más interesantes. Dos cosas nos habían llamado la atención de nuestra siguiente película: su cartel (paradójicamente, no estamos acostumbrados a encontrar publicidades con imágenes sugerentes que nos inviten a explorar sus mundos) y la presencia de Adèle Exarchopoulos. A veces hay que dejarse llevar por la intuición: Los cinco diablos de Léa Mysius es de las obras que nos van a acompañar durante tiempo en esta edición de Sitges. Porque explora nuestra experiencia del entorno y de los recuerdos desde los sentidos, porque es precisa y bella en sus imágenes, porque Exarchopoulos está -nuevamente- impresionante y porque toca de forma sorprendentemente llana un lugar metafísico de la experiencia humana, aquel en el que nos preguntamos por nuestro origen y por lo azaroso o inevitable de nuestra existencia. Mejor no hablar demasiado de Los cinco diablos; mejor simplemente dejarse llevar por ella.
Encontramos en la sección oficial del festival una nueva película española, Asombrosa Elisa de Sadrac González-Perellón. Pasamos por alto su anterior parada en el certamen con Black Hollow Cage (2017), pero aquí estamos para curiosear, y nos encontramos con una cinta de ritmo pausado, que entrelaza las historias de tres personajes con sus propios demonios internos y que por momentos nos recuerda a los planteamientos de Carlos Vermut (hay referencias al fantástico desde una perspectiva suave, fotografía austera, registros actorales que intentan crear una naturalidad extrañada…). Asombrosa Elisa nos atrapa en su atmósfera, si bien no consigue convencernos a la hora de cerrar sus diferentes hilos narrativos, con una conclusión que nos deja un sabor de boca extraño, con esa sensación de, o bien no haber entendido lo que la película quería decir, o bien que ese aporte era menos nutritivo de lo que parecía inicialmente. Resulta en cualquier caso necesario destacar a Silvia Abascal, que está estupenda en su papel de una mujer dura pero consumida por dentro tras quedar constreñida a una silla de ruedas.
El cine español lo está dando todo este año y, vista la aclamación popular que estaba teniendo Irati de Paul Urkijo Alijo, acabamos por modificar nuestros planes para poder asistir a su última proyección en el festival. Como hiciera en su primer largo, Errementari, Urkijo tira de folclore para construir su nueva obra. Esta vez sitúa la acción en el siglo VIII, siguiendo la pista de Eneko, un joven noble que se verá envuelto en las luchas de poder entre los clanes de su valle y con el telón de fondo del auge del cristianismo, que está en vías de cambiar la forma de interpretar el mundo. En su viaje lo acompañará Irati, una chica que todavía está enraizada en la tradición pagana y que será su guía en esta aventura patria de espada y brujería. Todo lo que en su día no nos acabó de funcionar en la ópera prima de Urkijo eclosiona con éxito aquí, y ello nos provoca auténtica alegría. Porque Irati es una película importante, podría decirse incluso activista, que reivindica la tradición cuentística, el poder sugestivo de la leyenda, su lengua vernácula -el euskera- y que lanza un mensaje implícito contra la uniformización, la pérdida de la identidad y de una visión rica e incluso mágica del mundo. Es de entender pues que la película arrancara aplausos entusiastas entre un público como el de Sitges (de hecho, se hizo con el premio otorgado por éste). Y, días después de la proyección, aún se podía ver a gente felicitando a su director allá donde lo encontrara, incluso en los lavabos del festival. Si eso no es triunfar…
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