Vamos a redondear nuestro relato del Americana con algunas películas que, ya sea partiendo de la realidad o desde la ficción, se centran en esas personas que suelen quedar fuera del foco en otros cines. Que deciden dar importancia a las pequeñas historias de colectivos desfavorecidos o a veces incluso del ciudadano de a pie, pero desnudado de esa tendencia a la romantización que se cuela inevitablemente en las narraciones con vocación más comercial.
En el lado del documental tenemos, por ejemplo, All these sons, la nueva película de Bing Liu, que nos cautivó hace unos años con Minding the gap (2018), y que ahora colabora con el debutante en la dirección Joshua Altman. Entre ambos, retratan el trabajo de dos organizaciones que intentan redirigir la vida de jóvenes que vienen del mundo de las bandas en los barrios marginales de Chicago. Como es de suponer, el bagaje de éstos no es el más fácil del mundo, y dar nuevas oportunidades en un entorno en que los tiroteos son parte de la cotidianidad no resulta sencillo. Sin recurrir a narraciones externas, la película escoge algunos de sus personajes como guía y nos permite presenciar los altibajos que sufren en el proceso y las perspectivas de futuro que se atisban en su camino. Es una propuesta bien realizada sobre un tema sin duda interesante, aunque llegado un momento cuesta que no nos asalten algunas cuestiones que en realidad son estrictamente extracinematográficas. Y es que, desde un punto de vista europeo, resulta tan claro que se podrían darse pasos de gigante para atajar el problema social subyacente en la película con medidas tan sencillas como la prohibición de las armas de fuego, el reparto equitativo de los recursos en educación o una mayor participación del gobierno en la inserción social, que cuesta abstraerse de ello y no salirse un poco de la cinta, presos del enfado. Tal vez contribuya el hecho de que en otras ocasiones hemos visto aquí películas similares (la primera que nos viene a la mente es 17 Blocks – Davy Rothbart, 2019-). Sin embargo, para el que se acerque por primera vez a esta temática, será sin duda un buen punto de partida para descubrir una realidad que aquí nos es, afortunadamente, bastante extraña.
También vale la pena destacar All that breathes, de Shaunak Sen, una co-producción que viene con el Premio al mejor documental en Sundance bajo el brazo, y que viaja hasta Delhi para mostrar la labor de unos hombres que dedican todos sus esfuerzos a salvar aves heridas (principalmente milanos) en un entorno ahogado por la polución. Resulta otra de esas muestras de una historia que es a la vez descorazonadora e inspiradora. Porque es nuevamente la lucha de David contra Goliath, de gente corriente -que de hecho vive en condiciones que rozan la miseria- cuya entrega queda enterrada bajo metros de inmundicia y con más elementos en contra que a favor, hasta el punto de que uno se plantea si su lucha tiene siquiera sentido. Y que, sin embargo, siguen llevando a cabo su labor con una abnegación que empequeñece. Cuesta ver la película, que se toma su tiempo a la hora de mostrarnos la labor veterinaria de guerrilla de sus protagonistas, y no tener un pequeño sentimiento de culpa, de no estar haciendo lo suficiente con la vida. De plantearse si uno podría estar mejorando el mundo de alguna manera que no ha explorado todavía. Seguramente, nada más que por eso, ya se puede decir que la película cumple su misión. La de cada uno es, en todo caso, reflexionar seriamente sobre ello e intentar que las intenciones no se desvanezcan en lo que se tarda en llegar a casa.
Cabe, por cierto, reseñar el corto Nuisance Bear, que precedió a la proyección de All that breathes, y en el que Gabriela Osio Vanden y Jack Weisman hacen el seguimiento de los osos polares que se acercan a Manitoba atraídos por la comida que seguramente empieza a escasear en su entorno natural. Está rodado con magnífica elegancia, sin una sola palabra de por medio, y consigue crear una pieza poética y triste a la vez en tan sólo quince minutos.
Nos cambiamos al terreno de la ficción para ver uno de los que se preveían hits del festival. Y es que Emily the criminal de John Patton Ford tiene de protagonista ni más ni menos que a Aubrey Plaza, musa del cine indie desde hace años y que tal vez más gente empiece a fichar tras su paso por la segunda temporada de The White Lotus (por aquí la disfrutamos hace tan solo un par de ediciones en Black Bear -Lawrence Michael Levine, 2020-). Plaza carga sobre sus hombros, como era de esperar, el peso de toda la película, interpretando a una mujer que sobrevive como puede con trabajos precarios y a la que de repente se le presenta la oportunidad de hacer dinero fácil mediante métodos poco legales. Se trata de un drama criminal minimalista, que funciona en gran parte gracias al buen hacer de la protagonista y que, si bien no llega a ser trepidante ni con giros explosivos, resulta solvente y se sigue con el interés por ver hasta dónde llegará la Emily del título, previsiblemente más atrapada cada vez en una tela de araña. De paso, un par de puñetazos bien dados al sistema económico-laboral actual amenizan el trayecto.
Y para rematar -porque no queremos acabar con el sinsabor de la olvidable Acidman, que hizo las funciones de clausura del festival-, hay que destacar War Pony, estreno en la dirección de Gina Gammell y Riley Keough (a la que vimos el año pasado como protagonista de la estupenda Zola). Se desplazan las dos debutantes a la América profunda, concretamente a una reserva india, que en la práctica no es sino un suburbio de economía deprimida, y en la que los vecinos sobreviven a salto de mata. La historia sigue en paralelo a un niño de 12 años con un entorno familiar poco acogedor y a un joven de 23 que tiene planes de futuro pero no está precisamente centrado. Lo que podría ser un melodrama cansino y deprimente es, gracias al enfoque cercano pero poco dado al regodeo de las realizadoras, el retrato absorbente de una realidad descarnada. La cámara mantiene sus distancias, pero sin practicar nunca el desapego. Nos hace partícipes de la historia sin intención de forzarnos el lagrimal. Enseña lo que es sin condescendencia, y esa honestidad consigue elevar enteros la propuesta. War Pony recuerda antes al Sean Baker de The Florida Project (2017) que a la Chloé Zao de Nomadland (2020). Es el tipo de película que se agradece encontrar en un festival como este, porque aporta valor y porque resulta difícil de hallar afuera. Así que aquí estaremos de nuevo el año que viene. El Americana cumple con ésta diez ediciones y, con suerte, podremos disfrutar de diez más.