Pasamos por el ecuador del festival intentando mantener una visión lo más ecléctica posible del panorama fantástico de este año y, aficionados como siempre al cine Prado y su sección estrella, Noves Visions, entramos a ver We might as well be dead. Se trata de un relato post-apocalíptico en el que no llegamos a vislumbrar nunca ni la razón del desmoronamiento ni el estado real del mundo exterior. Únicamente contamos con la noción de que la gente vaga desesperada por una tierra hostil y que trata de ser acogida a cualquier precio en unos bloques de pisos que representan el último reducto de civilización. Pero claro, las situaciones extremas llevan a extremos y la necesidad de seguridad genera sociedades que, bajo una capa de perfecta corrección y amabilidad, esconden latentes los instintos humanos más básicos. Así, la película de Natalia Sinelnikova cuenta con una ambientación interesante, formas austeras, y su manera de enfocar este subgénero de la ciencia ficción resulta atractivo. Pero también es cierto que la historia comienza a ser redundante hacia la mitad y, una vez ha quedado clara esa voluntad de exploración sobre la cotidiana semilla del fascismo, la película no consigue aportar mucho más sobre una idea que ya había quedado suficientemente desarrollada, al menos con los ingredientes que ella misma plantea. Tan solo queda dar vueltas sobre conceptos ya presentados o añadir anécdotas referidas a personajes episódicos y la sensación final es un tanto agridulce pese a los valores intrínsecos de la cinta.
Nos quedamos aquí para descubrir un clásico italiano y esto nos hace recordar que unas horas antes pudimos presenciar la entrega del recién inventado Golden Honorary Award al eterno Dario Argento. El director, que se mostró agradecido pero también apareció cansado -con toda probabilidad por efecto de su respetable edad-, presentaba además su último filme, Occhiali neri. Y si bien es evidente que los resultados de la película son muy modestos, también se nos hace necesario romper una lanza en su favor, puesto que es ante todo una propuesta extemporánea, y que de haberse mostrado en los setenta u ochenta aquí mismo, habría tenido una acogida muchísimo más cálida. El juego con su protagonista ciega es interesante, el uso de la música es tan kitsch que resulta fresco, tiene algunas actuaciones muy apreciables y, en definitiva, mantiene el interés durante la mayor parte del metraje. Tras el descalabro de Dracula 3D (2012), como mínimo Occhiali neri funciona como reivindicación de un tipo de cine que ya no parece tener cabida en el audiovisual italiano.
Y así, ubicados en la época en que sí que contaba con un sólido predicamento, podemos ver La víctima designada (Maurizio Lucidi, 1971). Se trata de una película que no se inscribe exactamente en el giallo, pero que funciona alrededor de la intriga y el asesinato, y comparte algunas señas de identidad con dicho género. Adulterio, personajes misteriosos, ambigüedad sexual, coacciones y una Venecia que se antoja bellamente fantasmal cuando se compara con el desencanto de la actual sobreexplotación turística, La vittima designata funciona a las mil maravillas dentro de sus propias reglas. Es libre como las mejores muestras del cine de su época, mientras cuenta una historia sencilla pero que puede apelar al interés de cualquier tipo de público y reaviva nuestra atracción por la cinematografía de esta peculiar parcela espacio-temporal, que se antoja ahora irrepetible…
Pero volvemos a otra parcela en auge ahora mismo, la del cine de acción coreano. Y con The roundup (o Furia policial, Lee Sang-yong) completamos nuestra ración de tortas asiáticas en esta edición del festival. Demasiado tarde descubrimos que se trata de una secuela de Ciudad sin ley (Kang Yoon-sung, 2017), pero poco importa en realidad. En última instancia, se trata de ver al carismático Ma Dong-seok investigando con ciertas libertades, persiguiendo y siendo perseguido a destiempo y repartiendo guantazos cada vez que la cosa corre peligro de desmadrarse o simplemente pierde la paciencia. The roundup tiene un ritmo frenético, si bien funciona mejor en las secuencias de acción pura que en las de investigación policial, y una vez más corre el peligro de diluirse entre el resto de cintas de este estilo. Pero está tan bien ensamblada y su acción fluye de una forma tan desatada que es imposible no recomendarla. Al fin y al cabo, llevábamos un par de años sin ver por aquí al bueno de Dong-seok, con esa combinación de físico contundente y aptitud para los momentos cómicos que tanto gusta al público.
Para finiquitar la jornada, nos quedamos en el Auditori Melià para ver lo último de Quentin Dupieux. Este año el francés llega a Sitges con dos películas bajo el brazo, Incroyable mais vrai y Fumer fait tousser. Finalmente no hemos podido ver la primera, pero nos llama la atención la segunda, en que un grupo de súper héroes estilo tokusatsu son asignados a una misión de descanso para hacer team building. Al inicio de la sesión Dupieux recoge una Màquina del Temps en medio de aplausos y gritos franceses de «¡Toro!», en referencia a su exitosa (al menos en los confines del festival) Mandíbulas (2020). Fumer fait tousser es igual de absurda, tontorrona y ligera como el resto de películas que hemos visto del director. No es necesariamente una fábrica de carcajadas, pero tiene una cualidad particular, entre referencias pop, ritmo relajado y voluntaria intrascendencia, que la hace muy agradable de ver. Juega además a las historias dentro de las historias, y ello nos hace reflexionar en la obra de Dupieux al completo; darnos cuenta de que se trata de una celebración del propio acto de contar sin ninguna otra pretensión que la de pasarlo bien. Y, bajo ese prisma, el conjunto de sus películas parecen revalorizarse, hablar como un todo (al fin y al cabo, individualmente suelen ser cintas cortas y con una base eminentemente anecdótica) y la luminosidad que desprenden, sus estructuras asincopadas, su buscada estupidez, parecen esconder de repente una verdad propia y de sincero optimismo. Puede que el galo siga sin ser el cineasta que nos va a cambiar la vida, pero sí uno que vale la pena revisitar en su ofrenda casi anual a la gran pantalla.