Con la sombra del coronavirus sobrevolando nuestras cabezas se desarrolló esta última edición del Americana, el festival de cine independiente norteamericano de Barcelona. Nadie hubiera dicho que estábamos en medio de una alerta sanitaria y a pocos días de que empezara el verdadero descontrol, porque las salas de los cines Girona, principal sede del certamen, rozaron en muchas ocasiones el tope de su capacidad. Y es que, entre la cuidada selección del Festival, se encontraban las últimas películas de algunos directores que son viejos conocidos para el público cinéfilo, unas celebrities para aficionados, que sin embargo no han llegado a hacerse un hueco entre el público masivo.
Inauguramos nuestra estancia en el Americana con lo último de Abel Ferrara, un cineasta bastante prolífico teniendo en cuenta que pasa de puntillas desde hace mucho por nuestras pantallas (a su Pasolini de 2014 nos remitimos). En The Projectionist sigue la figura de Nicolas Nicolaou, empresario chipriota que posee diversas salas de cine a lo largo y ancho de Nueva York, al margen de las cadenas controladas por las grandes distribuidoras, que dominan el panorama de los multiplex. Ferrara se explaya con él acompañándolo a su país natal, dejando que explique sus primeras experiencias en el cine, la forma en que fue labrando su carrera, visitando la ciudad y las salas… y dejándose ver en algunas escenas, sin llegar a meterse demasiado en la película, pero como diciendo ‘aquí estoy yo’, mostrándose al público que le conoce (el que no, no sabrá qué hace ese señor por ahí en medio). Tal vez ese detalle marca la película, que se contamina un tanto del ego del director, que confía demasiado en que su nombre es suficiente para validar el documental. Sentimos curiosidad por el pasado de Nicolaou, por cómo era la escena de la exhibición en Manhattan hace cuarenta años… pero también parece que el metraje se estira y estira, que tal vez el personaje no da para tanto; que su labor, si bien encomiable, o no queda del todo bien retratada, o no llega a calarnos de la forma que pretende. Le queda a Ferrara un conjunto con valor pero repetitivo, con menos desarrollo del que esperábamos, y nos da por ponernos a pensar, a media película, qué cuentas habría que hacer para que salga rentable una sala de cine libre aquí en Barcelona (sorpresa, tenemos cosas como Phenomena).
Dejamos pasar un día, y le llega el turno a Kevin Smith. El de Smith es un caso peculiar, porque sí acarició las mieles del éxito en los noventa, sumando éxitos y dejando huella en una generación con sus películas del View Askewniverse (ya saben, de Clerks -1994- para adelante). En cambio, en los últimos años sus películas ni tan siquiera se estrenan en la salas de nuestro país. Él sigue intentándolo de forma más o menos regular y, mientras esperamos el cierre de su paseo por Canadá con la True North Trilogy, vuelve sobre los personajes que poblaban el mundo que le dio fama: Jay y Bob el Silencioso. Si en 2001 ya se marcó una película (Jay y Bob el Silencioso contraatacan) dedicada a los fans de estos personajes secundarios que salían en todas y cada una de sus obras, ahora vuelve a la carga con una jugada similar, llamada Jay y Bob el Silencioso: el reboot. Resulta difícil valorar una película como ésta puesto que la subjetividad, basada en el bagaje personal, toma un lugar especialmente preponderante. Es una cinta tan pensada para los aficionados, que cualquiera que no lo sea únicamente verá una retahíla de gracietas tontas, humor tirando a soez y cinematografía sin demasiadas florituras. Smith presenta una peli de fumetas noventera en pleno 2020, y ahí radican sus mayores debilidades y fortalezas. Porque hay algo tremendamente acogedor en este reboot: el reecontrarse con personajes que han quedado ya desfasados, el permitirse chistes malos, la óptica inalterada del director a pesar de los años… La primera parte de la película puede ser realmente comprometida, con una irregularidad en el ritmo a la hora de encajar los diálogos y gags de algunas escenas que provoca situaciones cercanas al sonroje. Pero conforme avanza consigue fluidez, uno se acomoda en el asiento, se deja llevar, y acaba aplaudiendo los cameos salidos del túnel del tiempo, riendo chistes sobre porros y regocijándose ante la ligereza y falta de complejos de unos personajes que están ahí para el más infantil disfrute de la audiencia. Un poco como pasaba con su anterior película, Yoga Hosers. El que no esté dispuesto a entrar en el juego, mejor se se abstenga; el que sí… este es su refugio anclado en otra época más inocente.
Ahora le toca a Xavier Dolan. El joven canadiense lleva unos cuantos años sonando en el circuito del festivales, alcanzó su mayor éxito con Mommy, seleccionada para Cannes en 2014 (y que se llevó, de hecho, el Premio Especial del Jurado), y ataca de nuevo con Matthias & Maxime, que marca su regreso a la Sección Oficial del prestigioso certamen. Lo cierto es que todavía no habíamos tenido ocasión de adentrarnos en la filmografía de Dolan, así que entramos a la película con gran interés. Y salimos, igualmente, con interés por ver más de él; más interés que entusiasmo. Si una cosa queda clara con Matthias & Maxime, es que Dolan tiene talento tras la cámara (también delante, habida cuenta que interpreta a uno de los protagonistas). Esta historia de amor prohibido entre dos amigos -prohibido por ellos mismos, que parecen resistirse a dejarse llevar por sus impulsos- es estéticamente intachable, y tiene momentos de una belleza plástica exquisita. Pero también peca de ruidosa y forzada en muchos pasajes, y de errática en la historia. Para contar algo muy sencillo, Dolan emplea dos horas de metraje, cuyo grueso no se explica muy bien en cuanto a narrativa se refiere: el detonante de la misma es un beso que se dan de forma coyuntural los dos colegas, y que pondrá en marcha la maquinaria emocional de ambos. Sin embargo, en la práctica vemos poco más que a Matthias paseándose por la vida con cara de cordero degollado, y a Maxime preparando su estancia de dos años en el extranjero sin que lo ocurrido le afecte en apariencia. Así, la cosa se alarga y llega por momentos al tedio. Sin embargo, cuando Dolan articula sus microsecuencias basadas en la música, surge su verdadero talento, muestra toda la expresividad de que puede dotar a las imágenes. Los personajes parecen respirar más en estos instantes, breves y sin palabras, que en tramos muchos más largos y llenos de diálogo. De forma que salimos con una de cal y otra de arena. Queriendo más, pero siendo muy conscientes de la inconsistencia de lo que hemos visto. Curioso, muy curioso.
Y como si de un artículo-sandwich se tratara, pasamos mágicamente a la película con la que cerramos nuestro paso por el Americana. Siete años, ni más ni menos, han pasado desde que descubriéramos a Harmony Korine, nos dejara catatónicos con Spring Breakers, y nos impulsara a reseguir su carrera hasta aquel entonces. Por qué ha tardado tanto en terminar su nuevo largo es un misterio para nosotros, pero la alegría que nos dio el festival al programar The beach bum no se puede medir con palabras. Entramos mentalizados de que no nos encontraremos ante la revelación que supusieron otras de las películas de Korine, y salimos encantados al comprobar que hemos asistido a otra pieza de cine única. The beach bum se dedica a seguir día y noche a Moondog, un tipo con una fortuna, pero que vive como un auténtico hippie por los parajes de Florida. Se dedica a encarnarlo Matthew McConaughey, totalmente poseído por el personaje, confirmándose como uno de los mejores y más camaleónicos actores de los últimos años. Por momentos parece como si se hubiera comido a Woody Harrelson pasado de estupefacientes, mezclándolo con su propia esencia, y creando un personaje tan inestable, libre, pasado de vueltas, incluso irritante, como fascinante. El baile que coreografía el director a su alrededor es hipnótico, y vamos viendo episodios y episodios deslavazados de fiestas, trayectos, borracheras, anécdotas, atardeceres, poesía y chascarrillos… que nos introducen en un mundo particular e inaccesible de otra manera. Habla de nada y habla de todo a la vez, sigue con la exploración por parte de Korine del epicureísmo más radical, sin rehenes, y demanda del espectador una mente totalmente abierta, dispuesta a entregarse al espectáculo. Resulta curioso que nos encontremos, nuevamente, ante una cinta donde las drogas tienen tanto protagonismo, y a la vez cumplen esa función de abrir nuevos horizontes a la conciencia humana. Ahora bien, si Smith seguía un canon más o menos establecido en la comedia macarra (que él mismo contribuyó a establecer), es como si Korine, de la nada y cuando nadie lo esperaba, hubiera creado el post-cine de fumetas. The beach bum no es para todos, es única, políticamente incorrecta, y nos da combustible para volvernos a entusiasmar con un cineasta que no espera a nadie, pero que tiene mucho que ofrecer: ni más ni menos que un mundo propio.
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