En su nueva película, el director Harmony Korine ha conseguido realizar un fascinante retrato del vacío. No se ha visto en mucho tiempo, a pesar de su apariencia de entretenimiento festivo low cost, apología de la gratuidad y la superficialidad, una película de naturaleza tan desazonadora. Y es que, a poco que uno se sumerja en su lectura, no queda más que contemplar en Spring Breakers una disección de la cultura popular de la generación MTV.
Una cierta sensación de vacío interior no siempre explicitada, tal vez inconsciente, pero palpable, lleva a las protagonistas de Spring Breakers a entregarse a un mundo paralelo de diversión. Es la respuesta al deseo de fuga de la propia vida en pos de integrarse en un ente superior, una suerte de nirvana desatado, más allá del bien y del mal. Las preguntas surgen de forma natural por el camino: a dónde lleva o no esa escapada, qué puede haber o no de malo en tal búsqueda… Las respuestas son ignotas.
Las imágenes son un estallido de color, lleno de vivacidad y ligereza. A la vez, el abundante uso de neones carga la luz de fantasmagoría, la baña con un halo de desesperanza. El hipnótico manejo de la repetición añade capas a la narración y captura la esencia del tema. Spring Breakers resulta, pues, una reflexión sobre la superficialidad desde ella, pero sin recurrir a ningún tipo de moralismos. De hecho, Korine -como posiblemente el público- envidia en ciertos momentos aquello que retrata, y de ahí que no pueda plantear respuestas. Existe cierta fascinación por esa pulsión dadaísta (ya presente en la malsana Trash Humpers) que el director observa con curiosidad, evadiendo el reproche.
Un aire de desolación atraviesa la cinta, más allá de sus múltiples momentos de diversión pop y total desvergüenza -o tal vez por el contrapunto que generan- y eso hace que, a pesar de su apariencia casi opuesta como propuesta cinematográfica, Spring Breakers pueda emparentarse por su fondo con Lost in translation (Sofia Coppola, 2003), a la cual trae unas reminiscencias a priori improbables.
Huelga decir que resulta todo un acierto el utilizar ex-chicas Disney para los papeles protagonistas, deconstruyendo sus figuras, por así decirlo, desnudándolas como exponentes ejemplares de la cultura basura. Una elección harto inteligente puesto que, por un lado, beneficia y refuerza el contenido de la película y, por otro, aumenta su difusión, ya que le permitirá llegar de forma más amplia (y arteramente) al tipo de público sobre el que versa la reflexión y que, como mínimo, se topará con una inesperada bofetada en la cara. Pero más allá de eso, el plantel se muestra mucho más solvente de lo que cabría esperar -destaca en este aspecto la capacidad actoral de Selena Gómez. Un aparte merece el representante masculino de la función, encarnado por un James Franco antológico.
Spring Breakers abunda en la creación de imágenes y momentos icónicos. En sus momentos álgidos, utiliza el esperpento como elemento de reflexión teórica. Habla al espectador mediante una suerte de catarsis virulenta. Se autocuestiona y presenta el súmmum de la intrascendencia como paradigma de la experiencia trascendental. Korine construye, en definitiva, con mayor o menor consciencia, una película de culto instantáneo.
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