Ferrara va por libre. Poca gente habrá que se lance a realizar una biografía que cubre apenas unas horas, concretamente las últimas, de la vida de su protagonista (el clásico y maldito director italiano que da nombre al título). Pero a Abel Ferrara eso le trae sin cuidado. Y tiene una personalidad clara. Uno queda envuelto a los pocos minutos por esa distancia extraña que aplica el realizador a su relato, por ese onirismo inconcreto. Lo suyo son los encadenados, las set pieces dialécticas y filosóficas, lo puntualmente escabroso.
Pasolini es un filme queridamente deslabazado y denso. Pero también sin la profundidad emocional que cabría esperar de un retrato tan complejo. Tal vez por su hacer quirúrgico y excesivamente apegado a la fría documentación sin un contexto más amplio (probablemente tratando de escapar de la simplificación emocional que aquejan muchas cintas de este tipo), esas horas con Pier Paolo Pasolini no nos son suficientes para penetrar en una mente como la suya, con rincones tan retorcidos y oscuros.
El relato se siente inevitablemente incompleto, como esa misma obra que el radical artista dejó a medias tras su abrupta muerte. Pasolini es sin duda la película de un cineasta sin miedo -seguramente Ferrara ha escogido a su protagonista con cierto afán de identificación- pero que, a pesar de sus valores, finalmente no tiene tanto que decir como aparenta.
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