Americana 2018 (III): Mirándose al espejo

Asistir a las proyecciones del Americana de este año ha sido, en muchos momentos, un reto a nivel psicológico. Hemos visto personajes difíciles e historias duras, que nos hacen reflexionar sobre quiénes somos, que desnudan nuestros puntos débiles, evidencian nuestras aspiraciones y expectativas. Pese al agotamiento mental que supone, de vez en cuando vale la pena asomarse a los recovecos de la naturaleza humana y de nuestra propia cabeza.

La manera más directa de toparse con todas esas realidades es tal vez el documental, y en esta edición del festival pudimos ver The work, película sobre un programa de terapia grupal en la Prisión de Folsom, California, en el cual se mezclan presos (casi siempre con delitos de sangre a sus espaldas) con personas del exterior. El resultado es sorprendente. La angustia, la rabia, el grito de ayuda que asoma desde lo más profundo de cada uno de los personajes, es de una intensidad difícil de esquivar. The work no es una cinta especialmente virtuosa, uno puede pensar en ocasiones que lo que está viendo no puede estar pasando -esas reacciones tan intensas emocionalmente, que se desatan casi desde el minuto cero del programa-, y tal vez para comprender mejor todo lo que está sucediendo se requeriría un enfoque de la exhaustividad de nuestro conocido Frederick Wiseman. Pero también es cierto que al final hay una verdad que rezuma, que nos habla de la extrema fragilidad del ser humano, que no sólo nos obliga a empatizar con el prójimo, sino que remueve algo dentro nuestro. Cuesta salir de la proyección sin inquietudes en la cabeza, lo cual puede ser duro, pero también constructivo.

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Para acabar de redondear nuestro paso por la sección documental (de la que solamente nos perdimos Jane, el repaso a la figura de la primatóloga Jane Goodall que acabó por llevarse el Premio del público), nos lanzamos a ver Dina. Se trata, en esencia, del seguimiento a una pareja con diversos problemas mentales, pero una clara determinación por llevar una vida plena. De nuevo, diversas cuestiones nos asaltan: cuáles son nuestras prioridades en la vida, cómo nos juzgamos a nosotros y a los demás, cuán subjetiva puede ser la concepción del mundo… Dina posee la fuerza de sus protagonistas, que se exponen de forma sorprendente ante la cámara (¿son verdaderamente conscientes de cómo se están desnudando en la película? ¿es su propia condición la que hace que no tengan escrúpulos en mostrar su intimidad con tal naturalidad? ¿estamos juzgando su capacidad de discernimiento al hacernos estas preguntas?). Algo redundante, es todo un viaje de descubrimiento. Llama la atención la fotografía, de colores apastelados, que sugiere una voluntad por mostrar un mundo amable, que los personajes ven con un filtro distinto al nuestro, pero que sin embargo nos provoca una cierta desazón. Porque al final, no puede por más que evocarnos la incapacidad de experimentar la realidad en toda su explosión de color, de vivir la vida con toda la intensidad que es capaz de proporcionarnos. Una vez más, no escapamos a las contradicciones incómodas.

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Pasando página, el actor John Carroll Lynch (el marido de Frances McDormand en Fargo, el presunto asesino de Zodiac…) debuta a sus 54 años con Lucky, la última película de Harry Dean Stanton, que murió el año pasado. Hay una poesía inherente a esta obra, que trata de manera inevitable la misma muerte, cuando coloca en su centro a un actor como Stanton que, salvo excepciones, fue un eterno -e indispensable- secundario, y que contaba con 90 años cuando rodó la cinta. Lucky actúa así como acto de dignificación y reivindicación de su figura, como corolario a su vida y carrera. Hay cierta candidez en la escritura y dirección de la película, algunos titubeos, algunas puntualizaciones que recuerdan al trabajo de un principiante. Pero dada su naturaleza, el cariño que destila tanto en sus personajes como en su realización y fotografía, a la presencia del mismo Stanton en un papel deliberadamente crepuscular, Lucky termina saliendo airosa y resulta entrañable en su mezcla de profundidad e ingenuidad. Después, claro está, tenemos la aparición de David Lynch hablando de su tortuga desaparecida. Porque incluso en el desierto, en un mundo con cowboys que sienten el aliento de la muerte en el cogote, tiene que haber notas de color.

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Seguimos con los vaqueros, esta vez a medio camino entre la ficción y la realidad, en The rider, retrato de un jinete de rodeo que debe hacer frente a los cambios que se avecinan en su vida tras un accidente mientras competía. Casi puede palparse durante la proyección, pero resulta revelador ver al llegar los créditos finales que los personajes de The rider están interpretados por sus contrapartidas reales. Cuando vemos al mejor amigo del protagonista postrado en un hospital con serias lesiones cerebrales, es él verdaderamente. Cuando nos despertamos en su mobile home, con una hermana discapacitada y un padre con problemas de alcohol sabemos, como mínimo, que esos son su hermana y padre reales. Lo cual no hace sino añadir fuerza al golpe de melancolía y desaliento que propina la cinta. Atención, no hay caminos sin salida. Pero sí implican, siempre, inmensas renuncias, profundos replanteamientos vitales, una transformación interna que puede causar cicatrices que nunca se borren. El bello Oeste americano nos acompaña, el viento en la cara, los caballos semisalvajes, un mundo árido y lleno de testosterona; pero nunca ocultan, sin embargo y una vez más, que no somos más que pequeños guijarros en medio de un paisaje inmenso, imperturbable al paso de nuestra existencia.

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Por último, y cerrando ya nuestro paso por la edición de este año, nos disponemos a visionar Brigsby bear, película sobre la transición, a veces brusca, de la infancia a la adultez. Brigsby bear te hace añicos el corazón mientras te acaricia con la otra mano. Te desarma a la vez que te llena de esperanza. Te emociona pero también te hace soltar una carcajada. Es, en definitiva, una pequeña joya que pasará totalmente desapercibida, pero que vale la pena descubrir. Sin querer ahondar en la trama para no estropear la experiencia, podemos decir que James vive tranquilamente con sus padres, educado para ser un niño de treinta años, un ser eternamente inocente. Pero por obra y gracia del inevitable destino, las cosas van a agitarse un poco, y James tendrá que enfrentarse al mundo real, adaptarse a un entorno nuevo, y compaginar sus fijaciones infantiles -encarnadas en el psicotrónico programa infantil que da nombre a la película- con los inevitables instintos adultos que hacen aparición en él de manera natural. Los personajes de Brigsby bear son una auténtico amor (Greg Kinnear, por ejemplo, está inolvidable), y resulta muy difícil no caer en las redes de un desarrollo narrativo que consigue superar los habituales escollos de ese cine tan autoconsciente -que lo es- y con necesidad de agradar -que la tiene-, para convertirse en la mejor feel good movie (si se la puede llamar así) que hemos visto en años. Porque tiene algo que cuesta mucho de encontrar, y es verdadera autenticidad, relevancia, y sincera honestidad y amor por lo que cuenta. Resulta, pues, una conclusión perfecta para el Americana de este año, que ha vuelto a demostrar que se puede conseguir mucho limitando la selección, pero con la voluntad de mostrar algo diferente y con amplitud de miras. Esperemos poder seguir disfrutándolo en ediciones venideras.

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