Los avances de Ready Player One no resultaban especialmente atractivos; como ya hemos apuntado alguna vez, Spielberg parece haberse ido decantando durante los últimos años hacia un cine de base eminentemente histórica; conocemos su faceta de productor, bajo la cual es capaz de dejar de lado cualquier aspiración artística en favor de la más directa rentabilidad económica; se ponía, en esta ocasión, al volante de un proyecto con clara vocación de blockbuster, que explotaba las referencias pop y la nueva corriente de nostalgia ochentera. Y sin embargo, al considerar todo esto, estábamos minusvalorando un factor determinante a la hora de afrontar su nueva cinta: Spielberg sigue siendo Spielberg.
Y por más que en Ready Player One pueda haber fan service, una trama simplona y unos personajes maniqueos, el resultado es una montaña rusa digna de mención, un entretenimiento sin grandes pretensiones rodado como los ángeles. Porque si hace un par de meses admirábamos la forma en que el director coreografiaba las escenas de cámara que conforman el grueso de Los archivos del Pentágono (y lo mismo serviría para la anterior El puente de los espías -2015-), cuando llega el momento también es capaz de articular piezas de acción que quitan el hipo, y que aquí nos hacen recordar la energía de su coetáneo George Miller, que hace dos años era merecidamente alabado por su último Mad Max.
Así, la nueva cinta del realizador avanza a golpe de set piece, sin dar respiro. Cuidado, no es una película redonda, sin duda. Y se da una curiosa colisión, en la que cuesta saber quién sale ganando, que nos hace pensar si los árboles no nos están dejando ver el bosque, o viceversa. Gran parte de la razón se deriva de su mismo empaque visual: el mundo totalmente virtual de Oasis, en el que se desenvuelven los protagonistas, acapara de facto, como ocurre en sus vidas ficticias, la mayor parte del metraje; y esa presencia desaforada de la animación por ordenador resulta en ocasiones un pequeño escollo a la hora de conectar con la historia. Paradójicamente, las posibilidades de ese mundo generado infográficamente y su traslación a la pantalla son el mayor reclamo de la película, y se sostienen con una solidez encomiable… Algo similar ocurre con la fotografía de Janusz Kaminski, que alcanza un nivel muy alto, como de costumbre. Y a la vez, las particulares tonalidades y texturas que usa el inseparable compañero de Spielberg siempre han sugerido más estados de introspección y ensoñación que la inmediatez y concreción del cine de acción, sobretodo el de las décadas evocadas por la película. (Es ésto algo que ya podía apreciarse en su primera colaboración para El mundo perdido -1997-, y que ha dado lugar a maravilla tras maravilla, desde A.I. -2001- hasta War horse -2011-.)
En cuanto a la trama, es tremendamente sencilla como apuntábamos, y no se atreve a ir todo lo lejos que podría en su desenlace e implicaciones temáticas (algo manidas por otro lado). Seguramente podría decirse, sin desvelar nada, que Spielberg aporta a la película una resolución todo lo progresista que se puede permitir teniendo en cuenta la sociedad a la que se dirige. Las verdaderas bofetadas ya las da medio de tapadillo en sus otras cintas. En lo que respecta a la omnipresente aparición de referencias pop, éstas se ven a la vez con gozo y con algo de reparo, aspecto llevado hasta el paroxismo en lo tocante a cierta obra maestra de Kubrick.
Pero llega la hora de hacer balance, y se impone el hecho de que la película tiene una fuerza arrolladora. La reconstrucción del mundo virtual es de un nivel técnico apabullante. El cuidado en el detalle hace que se desvanezcan aquellos recelos iniciales sobre la naturaleza de Ready Player One como mera película-trámite. El Rey Midas sabe lo que maneja y, mientras que el bombardeo de referencias es constante, están insertadas con el pulso justo para que sean soslayables a aquel que no las conozca. Se puede apreciar la intencionada presentación de los antagonistas de turno con la pincelada gruesa y el planteamiento visual propio de una auténtica película de los ochenta (a servidor le hizo pensar en Robocop -P. Verhoeven, 1987-). La cámara hace virguerías propias de Las aventuras de Tintín (2011). La comodidad con la que se desenvuelve Spielberg a la hora de plantear mixes imposibles de personajes y elementos pop es sorprendente, y el atrevimiento de algunos de ellos -volvemos a Kubrick- es para quitarse el sombrero. Hay un cariño evidente en su tratamiento del material y de los jóvenes protagonistas, una cercanía que supera las posibles barreras tecnológicas. Los gozos, en definitiva, no sólo son inmediatos, sino que superan sin duda a las sombras. Así que finalmente, es necesario volver al inicio y enfrentarse a la obviedad: Spielberg sigue siendo Spielberg.
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