Todo lo bueno se acaba, y estos últimos días de festival se presentan bastante relajados a nivel de proyecciones. En parte porque nuestro pase llega hasta donde llega, en parte porque tenemos prevista alguna que otra actividad más allá de la fagocitación compulsiva de películas.
Por ejemplo, ir al encuentro con Peter Weir, uno de los invitados estrella del festival aunque no llene carpas como Nicolas Cage. El director australiano destila tranquilidad y se da poca importancia, cosa que le honra teniendo en cuenta que en su filmografía figuran cosas como Único testigo (1985), El club de los poetas muertos (1989) o El show de Truman (1998). Weir cuenta cómo de joven recorrió mundo, lo cual despertó su interés por la creación cinematográfica; cómo graba sus guiones en audio y les añade efectos de sonido para escucharlos mientras conduce y detectar los cambios que debe introducir; o cómo su trabajo previo con los actores incluye pasear con ellos y charlar de temas ajenos a la película. El tipo de cosas que hacen comprender un poco mejor por qué su obra destila esa atmósfera especial, por qué nos parece percibir en sus películas un matiz espiritual.
Más tarde intentaremos repetir la jugada con Ed Harris, que recibe el Gran Premio Honorífico al igual que Weir, pero nos volvemos a quedar fuera del recinto por falta de aforo… Habíamos dejado de lado Kasane, una película japonesa con bastante buena pinta, para oír lo que tenía que decir el veterano actor, pero al final nos quedamos con un palmo de narices, sin una cosa ni la otra. Es uno de esos momentos poco agradecidos que se dan a veces en el festival.
Así que nos consolamos recordando la última película que hemos visto en esta edición: Halloween. Es la continuación, llamada exactamente de la misma forma, del original dirigido por John Carpenter. Y no sólo acierta en conmemorar el 40 aniversario cuadrando los tiempos de la realidad y la ficción, sino que la película de David Gordon Green es una muestra de cine de terror ejemplar, uno de esos casos que dignifican la existencia de secuelas. Ya desde los créditos queda clara la vinculación y respeto hacia la antigua Halloween, con una presentación magnífica que es una variación sobre aquélla. En un movimiento curioso, obvia por completo las secuelas que tuvo la película, incluso siendo que en ellas aparecía también Jamie Lee Curtis (bienvenidos al mundo de las realidades alternativas). Pero por mucho que enganche directamente con la original y se preocupe por homenajearla y formar un conjunto compacto con ella, este Halloween también tiene personalidad propia. Y es interesante precisamente por eso, porque relee a la vez que crea. Toma anteriores temas y los desarrolla, sacándole jugo a cuestiones que no parecerían dar mucho de sí -al fin y al cabo Michael Myers es descrito como el mal puro, y a eso poco matiz de le puede dar-; recuperando personajes pero también presentando otros nuevos que se relacionan jugosamente con los primeros; introduciendo notas de humor en los lugares adecuados a la vez que mostrándose implacable y violenta cuando la situación lo requiere. Se agradece que Gordon Green no tenga prisa, que le dé el tiempo que necesita a la sencilla trama para que se desarrolle sin atropellos, y que no se obceque en alargar el final ni en crear veinte situaciones de clímax-anticlímax como ocurre en ocasiones dentro del género. Si a ello le sumamos la alegría de ver a Jamie Lee Curtis interpretando de nuevo a Laurie Strode, convertida en una especie de Sarah Connor del slasher, la diversión está asegurada.
Así pues, cuando el sábado nos surge en el último momento la posibilidad de rever el Halloween de 1978, no podemos por más que reafirmarnos tanto en la calidad del clásico como en el interesante díptico que forma con la última -y única a efectos del nuevo canon- secuela. El Halloween de Carpenter (La noche de Halloween para los amigos) mejora con los revisionados. Es, por supuesto, hija de su época, y hay muchos elementos que no sorprenderán al espectador que se haya criado viendo slashers posteriores. Pero hay algo que queda intacto, y es la excelente dirección de la cinta, en la que uno asiste al nacimiento de un icono ya desde las notas de inicio, que conforman una melodía casi monocorde que queda grabada en la memoria con una efectividad pasmosa. Nada más comenzar, llega el famoso plano-secuencia que sigue en subjetivo a un joven Michael Myers, y que es también de los que hacen historia. Y así sucesivamente. Puede que Carpenter se detenga algo de más en todo el segmento intermedio de la película, el que se centra en el silencioso asedio del asesino a sus víctimas. Pero incluso aquí hay jugo, primero por la sensación ominosa que va construyendo, y segundo porque se permite parar sobre los personajes y mostrarles -por mucho que no gocen de gran profundidad- un cierto ‘respeto’ que el género les suele negar. Eso sin contar que todo ello prepara para un último acto magistral. Emocionante e impecable en ritmo, aquí es donde Carpenter muestra todo su saber hacer. Y una vez ha re-escrito sin despeinarse el mito del hombre del saco, se va por donde ha venido sin hacer aspavientos, y dejándonos con esa sensación de satisfacción que sólo se tiene al presenciar un trabajo bien hecho.
El colofón a nuestra estancia en Sitges lo va a poner, precisamente, el maestro del horror. Y es que John Carpenter en persona viene para dar su único concierto en España dentro del Anthology Tour, en el que presenta re-grabaciones de sus temas más conocidos. Hay que recordar que Carpenter ha compuesto la mayor parte de bandas sonoras de sus películas; y ahora que parece que no está por la labor de dirigir más, se dedica a grabar nuevos discos y a pasearse por el mundo como una estrella del rock con sus sintetizadores bajo el brazo. En su parada en Sitges racanea hasta la rueda de prensa. A estas alturas no está para tonterías: él llega, toca y se va. Ahora bien, lo que queda en medio es hora y cuarto de goce absoluto. El Auditori está lleno hasta los topes, y la gente asiste entusiasmada a la retahíla de melodías que va descargando Carpenter sin apenas pausas. Evidentemente, viene acompañado por una banda (entre cuyos componentes está su propio hijo) que le da cuerpo al asunto. Y el maestro se dedica a darle a una tecla por aquí y a otra por allá mientras bailotea como si estuviera en La Paloma. Todos estamos entregados, y las proyecciones de fragmentos de sus películas mientras suenan los correspondientes temas hacen difícil que nos concentremos en el grupo, porque nos trasladan de inmediato a esos mundos de fantasía y pesadilla que el director se dedicó a crear durante más de tres décadas. El tiempo pasa volando y nos quedamos con ganas de más. Con que repitieran tal cual lo que han hecho en este rato nos bastaría. Pero la realidad es implacable. Y conforme salimos de la sala habiendo visto a la leyenda, en medio de una multitud eufórica, tenemos que mentalizarnos de que con esa actuación le hemos dado también el cierre al Festival de Sitges de este año. Como siempre, antes incluso de que se acabe ya lo estamos echando de menos. Pero con un poco de suerte, nos veremos en la próxima edición.
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