Y en esas que comienza la segunda semana del festival y que, casi de casualidad, terminamos viendo El hoyo. Ciencia ficción española con alma combativa, mira por dónde. Al inicio de El hoyo es difícil no pensar en el Cube de Natali, teniendo la referencia tan cercana, pero lo cierto es que las similitudes son más geográficas que estilísticas o incluso argumentales. Como en aquélla y tantas otras, el protagonista (Iván Massagué) despierta en un espacio cerrado, con la mínima compañía y sujeto a unas estrictas reglas que no perdonan el menor desliz. A partir de ahí se va desarrollando una aventura en la que descubriremos los intríngulis de este sistema carcelario, acompañaremos en sus penurias al héroe, y se irá perfilando un discurso notablemente político. No por revestir una forma de fábula las ideas de El hoyo resultan menos agresivas; al contrario, ese envoltorio ayuda precisamente a plantear con libertad cuestiones de cierto calado. Que a eso se le sume la efectividad tras las cámaras del debutante Galder Gaztelu-Urrutia es algo que el público, que no es tonto, sabe agradecer. Unos días más tarde, recibirá el Premio de la audiencia y no sólo, pues en una de esas extrañas alineaciones de los astros, también se llevará el Premio a la Mejor Película de esta edición del festival. En esta ocasión, algo nos dice que esos premios ayudarán a que la película tenga una más amplia y merecida oportunidad en el circuito de exhibición.
Enganchamos a todo ésto con quien fue ganador de la pasada edición, Gaspar Noé. Viene a presentar su nueva película, un mediometraje con Béatrice Dalle y Charlotte Gainsbourg llamado Lux Æterna. No vale la pena destripar demasiado de la cinta, pues la trama es lo de menos (el mismo Noé informa de que el guión apenas constaba de dos líneas; o lo que es lo mismo, se rodó en base a una premisa, no a un guión). En cualquier caso, no es nada que no haya hecho ya el cineasta, amigo de la improvisación y de primar la inmediatez y la visceralidad por encima de otros aspectos. Desde ese punto de vista, Lux Æterna guarda bastantes similitudes con la anterior Climax, y se limita a describir un rodaje al borde del caos. El final es desatado y afecta al espectador de una forma casi -o sin el casi- física. No hay grandes mensajes, por mucho que se citen nombres como el de Dreyer, Godard o Fassbinder, y tranquiliza oírlo de boca del director, que destaca su voluntad de jugar a la hora de realizar sus filmes. Hay que tomarlo, pues, como una experiencia, algo que se experimenta desde las tripas. A quien no le baste con eso, mejor que ni se acerque.
Con el tiempo justo de comprar unas bolas de arroz en un local cercano al cine, damos el salto continental para ver el nuevo anime de Keiichi Hara (El verano de Coo -2007-, Miss Hokusai -2015-). Su última película, basada en un libro de fantasía, se titula The Wonderland y -oh, sorpresa- narra las aventuras de una niña que se ve transportada a un mundo imaginario que requiere de su ayuda. Como aficionados al género, somos totalmente receptivos a la presentación de paisajes de ensueño, personajes y criaturas imaginativos y estéticas alejadas de nuestra realidad. Sin embargo, no basta sólo con eso, y The Wonderland falla a la hora de captar la atención más allá de su preciocismo e inventiva estética. Hay mucho (y rico) trasfondo para este país cuya alma es el color, pero demasiado explicado a golpe de conversación estática. También una trama al estilo de encantadora road movie pero, bajo la superficie, poco conflicto real. Da la sensación de que Hara está tan pendiente de cautivar al espectador que se olvida de atraparlo. Y se queda en eso, en un cuadro bello pero poco estimulante. A medio camino, es difícil no sentir ganas de revisitar El viaje de Chihiro (H. Miyazaki, 2001), y ello sin haber tenido ninguna intención inicial de hacer comparaciones que siempre, y más si es con el maestro Miyazaki, sabemos que van a ser odiosas.
Seguimos en Japón, esta vez para catar It comes, película del popular (como mínimo en el entorno festivalero) Tetsuya Nakashima. Del director nos encantó el suspense que le dio fama, Confessions (2010), y nos saturó la estridente El mundo de Kanako (2014). It comes se queda en un punto intermedio. Relato de horror indisimuladamente hipertrofiado, combina elementos del terror folclórico con otros de suspense, drama y crítica social. Es una apuesta estimulante, trabajada en cuanto a tonos y desarrollo de las situaciones, aunque se enmaraña algo más de la cuenta. Cabe apreciar, en sus momentos más excesivos, la capacidad de Nakashima para trasladar al cine de acción real escenas de una exageración más propia del cómic (nos vienen a la mente los manga de Katsuhiro Otomo). Consigue de forma consistente imágenes con fuerza y llega a lugares donde otros se habrían estrellado sin remedio, lo cual es muy meritorio. Sin embargo, hay nuevamente demasiada insistencia por rizar el rizo, y eso es lo que le impide alcanzar cotas más elevadas. Pero lo de Nakashima no es la contención.
Por último, ya entrada la noche, nos pica la curiosidad por The antenna, una distopía llegada de Turquía sobre un conserge que presencia los efectos que tiene la instalación de un nuevo aparato receptor en el aislado bloque donde trabaja. The antenna sigue la habitual línea de estas historias sobre el control gubernamental, y lo hace en forma de reacción pesadillesca en el comportamiento y cuerpo de los vecinos, conforme la parabólica de marras empieza a segregar un líquido negro como el betún. El discurso no va mucho más allá y carece de matices, pero la película se disfruta por la estética, con inevitables referencias a Lynch o Cronenberg. Puede que si no contara con el atractivo de ver plasmados estos planteamientos visuales y de género sobre los ritmos y encuadres propios del cine del este, The antenna nos hubiera parecido bastante olvidable. Tal vez, pues, estamos siendo víctimas de un cierto sentido del exotismo; pero el caso es que salimos contentos de la proyección.
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