Crónica Sitges 2018 (I): Fiesta de colores

Desembarcamos en Sitges un año más con la ilusión habitual y las pilas preparadas para la carrera de resistencia en que se convierte el festival. Por delante, diez días largos de películas y encuentros que nos hacen vivir en una burbuja de la que preferiríamos no salir. Por el momento está todo por hacer, y una vez acomodados nos preparamos para la jornada con un desayuno contundente antes de asistir al pase de la película inaugural de esta edición.

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El Auditori abre este año su programación con Suspiria, el remake del clásico de Dario Argento (1977), que ahora hace suyo Luca Guadagnino. Los avances son atractivos y la predisposición general buena. Sin embargo, una vez apagadas las luces y conforme va avanzando el metraje, lo nuevo del director de Call me by your name (2017) va adquiriendo un poso de decepción. Suspiria no es bajo ningún concepto una mala película. Modifica algunos elementos del original de manera acertada al trasladar la acción de Friburgo al Berlín de los 70, y dota de mayor sentido al entorno por el que se mueve la protagonista, una escuela de baile plantificada delante mismo del Muro. Pero lo cierto es que en la práctica el intento de integración en la realidad histórica no trasciende. Existe toda una subtrama relativa a un un psiquiatra que comienza a investigar la escuela y cuya historia personal se entreteje con la de las dos Alemanias que no parece llevar a ninguna parte; y finalmente esta parte mezclada con un puñado de escenas que explicitan lo que ocurre en la trastienda brujeril no hacen sino restar misterio y horror a la historia sin aportar gran cosa a cambio. Las dos horas y media son en definitiva demasiado abultadas, y aunque la factura técnica es impecable a nivel general y cuenta con unas escenas de coreografía extraordinarias, esta Suspiria difícilmente alcanzará el estatus de clásico del género.

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Nos quedamos en la sala grande del Festival para degustar lo nuevo del provocador Gaspar Noé. Sin la intención de querer marcarse un más difícil todavía, con Clímax el argentino se mantiene fiel a su estilo, y eso le basta para componer una película tan libre y descarada que es difícil no rendirse a sus pies. Erigida alrededor de un grupo de bailarines que se dedican a mostrar sus dotes y luego celebrarlo, los mimbres son aparentemente los de una primera obra de teatro de unos post-adolescentes con ínfulas de realidad urbana. Pero Noé consigue que la experiencia coja peso conforme el entorno se va enturbiando, primero con unos diálogos ajenos a toda corrección política, y luego con una post-fiesta que ocupa más de la mitad del metraje y que adquiere tintes de pesadilla. En su línea habitual, el uso del plano secuencia es sencillamente abrumador (ríete tú de Iñárritu), y si Clímax no llega a más es porque la sustancia es leve, quedándose en el simple comentario cínico sobre la sociedad francesa. Estridente y exagerada, la película tiene clase dentro de su histrionismo; porque no cabe duda de que Noé siente un profundo amor por sí mismo, pero también que cuenta con un talento auténtico. Puede que la película no libere toda la energía sexual que uno esperaría/querría a tenor de lo que se puede intuir en el arranque, pero tal vez eso habla peor del espectador que del director, que nos cuela un gol a expensas de las expectativas que genera su cine. Clímax entra con facilidad y su fisicidad alucinada, casi apocalíptica, acabará por ganarle el Premio a la Mejor película de esta edición.

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Continuamos nuestro día con Au poste!, lo último de Quentin Dupieux, y sorprendentemente lo primero que vemos de él. Comedia negra con altas dosis de absurdo y ganas por lanzar al público ideas pasadas de vueltas, trata de potenciar la comicidad a través de la contención en la forma. Au poste! es bastante entretenida, pero también olvidable. Conforme avanza puede crecer la sensación de que el chiste no da para más, y llegado un punto parece algo superflua. Pese a todo, con una duración de apenas hora y cuarto no se puede tachar al canadiense de pretencioso, y juega sus piezas con gracia. Así que en conjunto la película queda en la memoria como un juego con reminiscencias a sketch de TV lujoso y alargado.

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Tras un descanso en el que podemos por fin comer algo a una hora que corresponde más bien a la de una merienda-cena, encaramos la tarde-noche con dos cintas que nos tuercen bastante la jornada. La primera es Clara, y para ir rápidos diremos que es una versión mala de Orígenes (Mike Cahill, 2014). Ciencia-ficción indie previsible, poco atrevida y con un espíritu New age muy mal llevado. El protagonista es estúpido e insufrible, y los clichés en trama y personajes van más allá de lo aceptable. Aunque el desarrollo es ligero, carece de enjundia, y la supuesta profundidad filosófica brilla por su ausencia. El final es sencillamente vergonzoso, y provoca un ataque de risa a más de uno en la sala, incluido servidor. A Clara hay que reconocerle el mérito de ser una de esas películas sobre las que hablamos durante todo el festival. Pero no por las razones que serían deseables.

Aún a sabiendas de su espíritu de subproducto, nos adentramos en Nekrotronic con la intención de encontrar una ensalada de ideas petardas y estética atractiva. Una de demonios que se propagan a través de la red, con la presencia de Monica Bellucci y aires aparentes de cyberpunk son suficientes alicientes para acercarse a la proyección. Sin embargo, la decepción es mayúscula, porque una película que debía ser simplemente divertida y desvergonzada es aburrida y mecánica. El diseño de producción destila cutrez y falta de encanto, no aprovecha el planteamiento macarra que se atisba en el comienzo, y se queda en un directo a vídeo de saldo, que ni siquiera sabe sacar jugo (interpretativo ni físico) de su atractiva celebrity. A estas alturas ya deberíamos saber los riesgos de estas propuestas, pero aún así nos vamos a dormir decepcionados por las pocas veces que funcionan a un nivel puramente lúdico.

2 Respuestas a “Crónica Sitges 2018 (I): Fiesta de colores

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