Un ambiente de ensueño flota en el aire. No es el tipo de ensueño propio de un cuento de hadas, sino el que surge cuando se manifiestan los pensamientos alojados en los rincones más profundos de nuestra mente. Este verano se está pudiendo ver en televisión el último trabajo de David Lynch, el retorno de Twin Peaks. Y es un retorno fabricado, más que nunca, y de forma literal, con el material del que están hechos los sueños.
No es este un lugar en el que hablemos normalmente de televisión, pero realmente Twin Peaks tiene el aspecto de una gran película (de 18 horas, ni más ni menos) cortada a episodios para encajar en el formato de salida solicitado. También huele a recapitulación y probable capítulo final en la carrera cinematográfica de su director. Un salto al vacío que, a la espera de cómo evolucionen las cosas, y a pesar de lo mucho que podría significar para el medio, seguramente acabe quedando como un extraño y minúsculo atolón en medio del océano. El episodio 8, emitido la semana pasada, es probablemente -y como mínimo hasta la season finale- la hora de audiovisual más experimental que se haya visto nunca por televisión. Lo cual es en sí mismo un gran acontecimiento (véase la interesante reflexión sobre la serie que realizó el Independent al respecto). La cuestión es si estamos preparados para ese tipo de acontecimiento, y la respuesta posiblemente sea ‘no’.
Porque, después de todo, no estamos acostumbrados a dejarnos llevar de verdad, cuando es necesario, por las imágenes y los sonidos relegando a un segundo plano la zona racional de nuestro cerebro. Es un tipo de experiencia que el espectador medio no ha tenido, si no muy de refilón, y que por lo tanto cuesta de asimilar de buenas a primeras, más a los niveles a los que está siendo suministrada por la serie de David Lynch y Mark Frost. Lo cual no quiere decir que el contenido menos discursivo, más onírico o surrealista no haya sido explotado por el cine a lo largo de los años. Sólo que ha quedado más bien al margen, y ha acabado por ser invisible a ojos del gran público. En cualquier caso, ha sido el mencionado capítulo el que nos ha impulsado a proponeros -en la línea de un antiguo artículo– una pequeña selección de películas de entre las cinco pasadas décadas que puede servir para expandir horizontes, para descubrir maneras de contar historias (o ‘no historias’) que parecen dirigirse más al hipotálamo que al lóbulo frontal. Conseguir abrirse a ellas es sin duda una excelente manera de incrementar nuestra capacidad de disfrute artístico:
El año pasado en Marienbad de Alain Resnais (1961)
El relato difuso de un encuentro entre un hombre y una mujer, que podría o no haber ocurrido el año anterior, y que podría o no haber sido en Marienbad. Incluso ¿hubo encuentro alguno? Resnais revolucionó el panorama con una película en la que el narrador al uso era dinamitado y se nos transportaba directamente al interior de su cabeza, con todas las digresiones, titubeos e incoherencias que pueden surgir del pensamiento dejado a su libre albedrío. Una muestra de cine que sigue siendo igual de sorprendente a día de hoy, que en su momento se acercó al millón de espectadores en Francia y que ahora casi nadie pagaría por ver.
El topo de Alejandro Jodorowsky (1970)
Uno de los ¿westerns? más extraños que puedan verse, en su segundo largometraje tras Fando y Lis (1968), Jodorowsky continuó explorando todo tipo de simbolismos de lo más colorido y variopinto, cimentados sin duda sobre su visión psicomágica del mundo. Un auténtico viaje iniciático y de fantasía que ha pasado a la historia por encandilar a John Lennon. Su imaginería, observada con un mínimo detenimiento, es en general más transparente de lo que cabría esperar, pero no por ello menos efectiva.
El muro de Alan Parker (1982)
Pink Floyd es toda una leyenda, y referencia ineludible si se habla de psicodelia y experimentación sonora. De entre su discografía, tal vez el álbum más conocido sea The Wall, que dio lugar a su vez a la gira más icónica de la historia del rock. Pero el disco también originó esta película, que reseguía sus canciones de cabo a rabo. La historia que construye El muro se sostiene porque tiene de fondo la música que tiene, y la cinta en su conjunto es algo irregular. Pero las secuencias animadas que se intercalan a lo largo de la misma son surrealismo de primer nivel. Fragmentos de una calidad sin parangón, al punto de poder considerarse de las mejores animaciones en la historia del medio.
Asesinos natos de Oliver Stone (1994)
Stone mismo cuenta cómo él y su productora consumieron setas alucinógenas mientras preparaban la película. Y sólo hay que ver sus primeros minutos para saber que dice la verdad. Asesinos natos sigue a una pareja de delincuentes en permanente huida hacia adelante. Dos perturbados cuyas andanzas son retratadas por el director con una libertad pocas veces vista en un producto destinado a las salas comerciales. Stone mezcla todo tipo de técnicas fotográficas, crea una obra tan estridente y esquizofrénica que por momentos se hace difícil de ver, y consigue un resultado tan sorprendente y personal que Tarantino llegó a renegar del guión que él mismo había escrito.
Mind Game de Masaaki Yuasa (2004)
Que el anime ha dado grandes joyas a lo largo de los últimos treinta años es algo que todo el mundo debería saber. Que algunas de ellas hayan pasado tan desapercibidas como ésta es un auténtico drama. Con todo, es evidente que Yuasa juega aquí a un juego al que no todo el mundo estará dispuesto a seguir. Si alguien creía imposible que una historia de acción con yakuzas pudiera convertirse en una aventura existencialista con referencias a Pinocho, en Mind Game tiene la prueba de que todo cabe en este mundo. Si no os vuela la cabeza con su batidora de ideas y ganas de experimentar, nada de lo que os podamos proponer lo hará.
Pingback: Crónica Sitges 2019 (VIII): Más allá del tiempo y el espacio | PlanoContraPlano
Pingback: Crónica Sitges 2022 (IX): Huída fantástica hacia delante | PlanoContraPlano