Crónica Sitges 2022 (IX): Huída fantástica hacia delante

Llegamos al final del camino. El festival de este año ha sido variado y con un nivel medio muy decente, así que podemos estar satisfechos, por más que casi siempre echemos en falta algo más de terror en la selección o suspiremos cuando no encontramos esa película que nos hace irnos de chupitos al salir. Para suavizar el futuro síndrome de abstinencia, hoy aún nos reservamos alguna proyección. Vemos, por ejemplo, L’Année du requin, una peli de tiburones protagonizada por Marina Foïs, que justo anoche nos encontrábamos en As bestas. El registro aquí no tiene nada que ver, puesto que se trata de una cinta ligera, de colores veraniegos y vocación de divertimento. El problema es que no se sabe muy bien en qué clave juega esas bazas. Porque en ocasiones parece querer potenciar la comedia (género en el que se enmarcaría primariamente), pero en otras acentúa las notas de drama, de repente quiere generar tensión… Y al final se queda a medio camino de todo. Uno va avanzando por el metraje con buena predisposición, ya que la película se ve de entrada sin esfuerzo, pero llegados a un punto se pregunta qué hace mirando aquéllo y a partir de ahí empieza a ser irritante la creciente sensación de pérdida de tiempo. L’Année du requin parece cumplir a rajatabla aquel dicho de ‘quien mucho abarca, poco aprieta’.

Afortunadamente, nos hemos asegurado el tiro posterior con Masaaki Yuasa ya que, incluso en sus propuestas menos lucidas, siempre se puede apreciar el talento innato del japonés para la animación. Este año presenta (además de recibir premio) Inu-Oh, que triunfó a su paso por las Nits de Cinema Oriental de Vic. Ambientada en el siglo XIV, Yuasa recurre a la tradición nipona para retrotraerse a los inicios del teatro noh e imagina la escena del mundo del espectáculo por aquel entonces. Con la particularidad de que, teniendo en cuenta que se desconocen exactamente cómo sonaban las músicas o qué tipo de entretenimientos desplegaban los artistas hace 600 años, para hacerlo usa a fondo el recurso del anacronismo. Y comienza así a lanzar como un descosido juegos imposibles de luces, acrobacias a lo Cirque du Soleil y música rock. La historia no tiene gran novedad, pero la frescura que aporta esa apuesta eclecticista e irreverente dota a Inu-Oh de una fuerte energía. Y si bien las composiciones musicales no están para nada a la altura del apartado visual y la vertiente experimental del director queda ya lejos de su seminal Mind Game (2004) e incluso de la arrebatadora Night is short, Walk on girl (2017), sigue enamorando con su parte más creativa (sin ir más lejos, la bellísima forma que tiene de representar la no-visión de un ciego) y juega con la misma estructura de la película, para acabar transformándola en un musical puro y duro en su segunda mitad. Inu-Oh chocará al profano, pero seguramente éste se sentirá a la vez extrañamente atraído por un mundo donde la plasticidad de las figuras y las espontáneas abstracciones de fondos y formas crean una nueva esencia de realidad, vibrante, exagerada y llena de vida como ninguna otra.

Y para cerrar el círculo, volvemos a lo clásico y al cine Prado, con una remasterización de Gandahar, los años luz (1988), una animación de René Laloux que bebe fuertemente de la estética Métal hurlant, de Moebius y de no sabemos qué más referentes de la ciencia-ficción fantástica de los setenta y ochenta (sin ir más lejos, la película se basa en una novela del escritor Jean-Pierre Andrevon). Gandahar es en definitiva una aventura clásica con todas las de la ley, pero ambientada en un planeta lejano, lleno de criaturas y plantas exhuberantes que le otorgan una magia especial. Donde se mezclan las gotas de erotismo típicas del momento con una cierta inocencia perdida, donde no hay vergüenza por explicar historias sencillas mezclando elementos de aquí y allá y donde, de repente, tal vez gracias a esa falta de complejos, por el camino se encuentran cantidad de hallazgos visuales e incluso se llega a algunos lugares con más enjundia metafísica de la que cabría esperar. Lo que tiene de mecánica en ocasiones la animación de Gandahar, lo compensa con una sorprendente fluidez y con esos diseños y colores que para el aficionado son una fuente directa de serotonina. Uno sale del cine queriendo enfrentarse a Metamorphe y a ese ejército de máquinas que parecen un trasunto de los Cybermen de Dr. Who, volar en animales imposibles y enamorarse de una humanoide bella como una sirena, tal y como señala el protagonista Sylvain. Lo que nos queda, en cualquier caso, es irnos de birras, celebrar que hemos asistido un año más al Festival de Sitges y olvidar, por un momento, en las horas de escritura que nos quedan por delante hasta que completemos las correspondientes crónicas… Y en ese punto estamos ahora. Hasta la próxima edición, que el fantástico nos acompañe.

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