Béisbol y chicas. Entre eso reparten la atención los personajes de Todos queremos algo. Y en su persecución de tales objetivos los observamos durante dos horas. En resumen, Richard Linklater lo ha vuelto a hacer. Tal vez las emociones que remueve en esta ocasión no son tan profundas como en sus dos anteriores películas, pero los instrumentos son los mismos y la afinación es la correcta. Se diría entonces que esta Todos queremos algo es la hermana ligera de Antes del anochecer (2013) y Boyhood (2014), en la que el material predilecto del director, el tiempo, queda suspendido en un gozoso instante de la juventud.
Una vez más consigue el tejano engañarnos, ser tan liviano en su trabajo que por momentos alcanza lo sublime sin que apenas nos demos cuenta. Y uno se encuentra enganchado a unos protagonistas, a un grupo de amigos (o amigotes), del que tal vez nunca hubiera formado parte ni queriendo. Pero que en manos de Linklater -que escribe un libreto con fuertes dosis autobiográficas- y de un elenco para enmarcar, consiguen destilar una alegría de vivir tan pura que arrastra como un torrente. Vehemente, desacomplejada, supurante de testosterona.
Todos queremos algo se centra en las horas previas a la entrada definitiva del protagonista en ese rito de paso que es la universidad. Recuerda en este sentido a la seminal American graffiti (1973) de George Lucas. Pero la de Linklater es una película esencialmente diurna, sin ningún tipo de amargura, en que la nostalgia se despliega sin atisbo de arrepentimiento; puro hedonismo. En definitiva, tan ligera como el instante que describe. Pero un instante que, precisamente por eso, finalmente se vuelve eterno.
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