Como ya aventuramos en su día, es una gran noticia que lleguen a nuestro país las películas de Naomi Kawase, una de las cineastas orientales más interesantes y coherentes del momento. Y, toca madera, este año ya van dos. En la que ahora nos ocupa, Una pastelería en Tokio, la directora, fiel a las constantes de su filmografía, continúa preocupada por los dramas cotidianos y las cosas pequeñas. En esta ocasión, la acción nos traslada a un reducido establecimiento especializado en la elaboración y venta de dorayakis (unos pastelitos típicos japoneses), que será el epicentro del encuentro entre un pastelero de pasado problemático y una abuela con ganas de cumplir su sueño.
Las formas del cine culinario casan a la perfección con el estilo de Kawase. Su gusto por los detalles y su sensibilidad animista encuentran aquí la forma de expresarse a través del proceso de elaboración del anko, la pasta de judías rojas que rellena los dorayakis. La paciencia que requiere el ritual, la importancia de volcar los sentimientos en la cocina o la capacidad de escuchar las historias que traen consigo los ingredientes conectan íntimamente con la obra de la directora y sirven de canal para explicar a sus protagonistas.
Ahora bien, también resulta cierto que los puntos de anclaje de Una pastelería en Tokio son más convencionales que de costumbre en el cine de Kawase. Parece como si, al estar recibiendo ayuda de diversos países (a la habitual colaboración francesa en la producción, se le suma esta vez Alemania), la directora se viera empujada a construir una historia más fácilmente digerible para el público occidental. Así, esta última entrega de la nipona no se siente tan pura como su anterior Aguas tranquilas (2014): si bien el aglutinante de la película es marca de la casa, las piedras que une son más comunes de lo deseable. El esquema de Una pastelería en Tokio, en definitiva, no depara grandes sorpresas, y su desarrollo es en esencia la fábula amable que ya estamos acostumbrados a ver. Para entrar en el mundo de Kawase, es posible que esta sea una de las opciones más flojas (a la par que la más accesible).
Y, aún así, difícilmente podría decírsele a alguien que no se acerque a degustar su cine.
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