No hagan (como de costumbre) mucho caso a las rimbombantes frases que acompañan el cartel de Black Mass alabando la excelencia de la película y la interpretación de Johnny Depp -«la mejor en décadas» reza una de ellas (sic); como si el actor fuera un dinosaurio. No porque Black Mass no tenga sus valores, o porque Depp no realice una buena actuación (incluso en varias de sus enervantes apariciones de los últimos años, uno acaba por reconocer que el personaje le pedía excesos). Pero es que toda la película acaba resintiéndose de forma sorprendente por la obsesión de sus responsables (seguramente con la estrella a la cabeza) porque el protagonista se mimetice físicamente al máximo con el personaje que interpreta. Algo de lo que uno solamente es consciente cuando, durante los títulos de crédito, puede observar la imagen real del mafioso Whitey Bulger. El precio pagado resulta demasiado alto: el espectador podría llegar a asimilar en unos minutos la prótesis de cabeza que ya se atisba en las imágenes promocionales, y que simulan una calvicie llevada de una forma muy particular. Pero cuando Depp se quita esas oscuras gafas de sol y descubre las lentillas claras con las que han rematado su caracterización, hay que aplicar una suspensión de credibilidad verdaderamente notable para concentrarse en lo que está ocurriendo en la historia. Porque volvemos a tener la sensación de que estamos en la fiesta de disfraces de Johnny Depp. Y en Piratas del Caribe eso puede no ser un gran problema, pero en un perturbador relato de mafiosos, con la Iglesia hemos topado. Posiblemente Depp tenga como uno de sus referentes al camaleónico Alec Guinness, pero en algún momento de los últimos diez o doce años la personalidad del americano ha hecho que se devore a si mismo. Y, seguramente, la mejor forma de revertirlo sería mantenerse durante una temporada alejado del guardarropa.
Si conseguimos apartar todos estos pensamientos de nuestra cabeza, nos queda una interpretación excelente per se y una historia interesante, sobretodo por el triángulo amistoso-familiar que forman el mencionado Whitey Bulger, su hermano el senador William Bulger (Benedict Cumberbatch), y su amigo de infancia y actual agente del FBI John Connolly (Joel Edgerton, posiblemente en su papel más odioso hasta la fecha). Este conflictivo entramado de relaciones íntimas aportan el interés necesario para seguir expectantes el devenir de la trama. Mientras tanto, el director Scott Cooper dirige con elegancia pero sin llegar a generar ninguna secuencia para el recuerdo, ya sea un paseo por Sicilia (El Padrino, F. F. Coppola, 1972) o una explosión de violencia bañada en cocaína (El precio del poder, B. De Palma, 1983). Finalmente, su historia da una sensación algo deshilachada, lo que le impide también alcanzar el magnetismo de obras modernas del género como Infiltrados (M. Scorsese, 2006). Así, Black Mass atrapa la atención durante sus dos horas y crea tensión en diversas secuencias, dirigidas con buen pulso. Pero no consigue la implicación emocional del espectador, diluida en el entorno gris del Boston suburbial de los 70 y de la dispersión de personajes, cuyo centro de gravedad sigue siendo, al fin y al cabo, un señor muy maquillado.