Crónica Sitges 2022 (I): En la tierra del cuento

Volvemos a Sitges, este año sí, como si no hubiera pasado nada. Quitada la mascarilla tras bajar del tren, vamos a estar diez días sin tocarla y, entrando y saliendo de las salas, saludando viejos conocidos, asistiendo a charlas, tomando cervezas, cualquiera diría que nada extraordinario ha pasado en el mundo en los últimos años. El Festival celebra su 55 aniversario y la actividad cinematográfica ha recuperado el ritmo pre-pandemia así que, sin muchas películas que nos quiten el sueño pero con curiosidad por decenas de ellas, nos zambullimos en estas salas de cine a pie del macizo del Garraf.

Empezamos con un clásico para abrir boca: El más allá de Masaki Kobayashi (1964), director japonés cuya obra más conocida sea posiblemente Harakiri (1962). El más allá se compone de cuatro historias de fantasmas y la maestría con la que Kobayashi dota a sus imágenes de misterio y aire legendario no tiene parangón. Sus cuadros son de una plasticidad extraordinaria y aúna el ritmo y montaje clásicos con movimientos de cámara y angulaciones que hacen cobrar vida a los relatos. El tercero de ellos, Hoichi, en que un músico ciego sale por las noches a tocar en secreto para un misterioso señor, es posiblemente el que raya más alto, con composiciones, colores y efectos visuales difíciles de explicar con palabras (aunque en el fondo ello ocurre en cada uno de los segmentos). Una obra maestra del fantástico, que nos recuerda la importancia del cuento como forma de expresión y portador de las esencias de cada pueblo.

Comenzamos después nuestro paseo por el presente con A man of reason, en la cual el actor Jeong Woo-seong se estrena tras las cámaras. Resulta refrescante ver que, a diferencia de lo que ocurre habitualmente en occidente, cuando un intérprete asiático se coloca en la silla del director no es necesariamente para entregar una obra llena de diálogo y trascendencia, tratando de mostrar ‘cómo hay que hacer justicia al trabajo actoral’. Sin ningún tipo de ínfulas, Woo-seong (que, eso sí, se reserva el papel protagonista) se entrega a una historia de género, al popular thriller de acción que tan buenos resultados parece darle a los coreanos. En este caso, lo hace de forma resultona, en una película sin grandes recobecos, directa, bien coreografiada, con un protagonista al que le persigue su pasado criminal, y cuya mayor pega es que se pierde dentro del grueso de cintas de este tipo que nos llegan desde su país.

Rebobinamos hasta 1993, curioseando en la videoteca de animación para recuperar Ramayana (aquí, El príncipe guerrero). Se trata de toda una rareza, en forma de co-producción entre India y Japón, y en la práctica pareciera un anime encargado por los primeros a los segundos con la intención de celebrar por todo lo alto una pieza de su folclore (algo que los créditos parecen ratificar sin demasiado lugar a dudas). Ramayana es una leyenda épica, en la cual no faltan reyes, dioses, criaturas mitológicas, secuestros, traiciones y batallas. Tiene durante gran parte de su metraje ese carácter deslabazado tan propio de las épicas tradicionales, en que la historia avanza a trompicones, deteniéndose en algunos pasajes para luego saltar sorpresivamente a una nueva etapa, en que se presenta algo extraordinario sin darle necesariamente mayor importancia, en que todo es más grande que la vida y a la vez se trata al mismo nivel que la anécdota. Sin embargo, la segunda mitad se explaya en las vicisitudes de la gran batalla que tiene lugar entre el príncipe del título y sus aliados contra el ejército demonio que mantiene a su esposa secuestrada. Es aquí cuando salta a la vista más que nunca esa voluntad de gran producción, de usar el espectáculo para reivindicar con orgullo la tradición. La película es un festín de colores, diseños y animación, tan irregular como encantadora, y curiosamente muchos dibujos y movimientos de personajes nos hicieron pensar -quién sabe si por desconocimiento- en las técnicas usadas por el estudio Ghibli.

Por último, y para concluir esta primera jornada completa en el cine Prado, vemos Brian and Charles, una fábula fantástica en la que un peculiar hombre se construye un robot para que le haga compañía. La película se articula alrededor del humor con ternura, usando al raro, al inadaptado e inocente como punta de lanza frente a un mundo en ocasiones frío e insensible. Este primer largo del británico Jim Archer no descubre desde luego nada nuevo, pero resulta efectivo a la hora de transmitir sentimientos y consigue despertar la simpatía de quien sea capaz de apartar el cinismo al enfrentarse a su historia. Brian and Charles no es una exploración sobre la robótica y la inteligencia artificial (nótese que la hemos presentado como una fantasía y no como una ciencia-ficción), sino un cuento alrededor de nuestra eterna necesidad de conectar con otros seres vivos, y resulta difícil despacharla sin apreciar su transparencia y buen hacer.

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2 Respuestas a “Crónica Sitges 2022 (I): En la tierra del cuento

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