De vez en cuando, pero con persistente constancia, se dan pequeñas anomalías dentro de cada cinematografía. Películas improbables, que beben del bagaje propio, pero que a la vez son extraterrestres en el ecosistema donde se desarrollan. Y, de alguna manera, consiguen salir a la superficie por una extraña concatenación de felices circunstancias y seguramente no pocos sacrificios por parte de sus creadores. Es el caso de Unicorn Wars de Alberto Vázquez, el segundo largo del director, y que funciona como una revisión de su interesante corto Sangre de unicornio (2017). En él, encontramos a un ejército de ositos que se entrenan militarmente para acabar con los unicornios, que consideran una amenaza para su especie, en un mundo de vistosos colores pero a la vez raramente siniestro.
Vázquez hace uso extensivo de una variedad de tonos que chocan entre ellos, tomando en sus diseños y diálogos referencias a las series infantiles, y confrontándolos con situaciones y otras líneas prestadas de los cánones del cine bélico y melodramático. Lo cual, sobretodo al principio, genera no pocos momentos humorísticos, pero que se solapan también con otros de fuerte extrañez. Una extrañez que poco a poco gana en profundidad, rápidamente se adentra en lo incómodo y lo sórdido, y provoca una sensación desasosegante al que mira, que vive continuamente abocado a la disonancia de estas imágenes que juntan sin rubor lo cuqui con lo violento, el chiste de chascarrillo con el trauma psicológico.
Es sin duda una mezcla sugerente, pero que en ocasiones corre el riesgo de agotarse. Sin embargo, Unicorn Wars mantiene el tipo gracias a que también es rica en texturas, y se permite interesantes excursiones en las que el estilo de animación y la paleta cromática saltan por los aires, en que se introducen digresiones en la narración, se potencia el simbolismo, se adentra de lleno en la fantasía oscura o juguetea con los límites de la experimentalidad.
Con esa marcada apuesta que busca constantemente el descoloque, su estilo de sueño chillonamente oscuro y su particular digestión de los códigos audiovisuales que ha mamado, queda claro que Alberto Vázquez es, dejando de lado figuras que se mueven exclusivamente en los márgenes como Rafillo (Querida Conchi, 2021) o exiliados como Alberto Mielgo (Jíbaro, 2022), el nombre más destacado en el exiguo panorama de la animación española. Su obra conforma un mundo propio e intransferible, que no conectará ni mucho menos con todo el público, pero que a cambio ofrece puertas a un espacio distinto. Una opción que suele ser menos rentable para el autor, pero sin duda más valiosa para el espectador.