Crónica Sitges 2016: Sexto día

Aún seducidos por el recuerdo de la experiencia de 2012, compuesta por Mekong Hotel Henge, nos lanzamos a ver la sesión de Noves Visions Petit Format. No va exactamente la cosa por ahí, puesto que esta vez se trata de una recopilación de cortometrajes pura y dura. Aunque no podemos quedarnos hasta el final porque tenemos que salir pitando hacia la zona Melià, nos da tiempo a apreciar un par de propuestas interesantes. Una es Emily must wait, un relato bélico contado mediante jumping cuts sobre un plano cenital del piso de la protagonista. Es muy interesante cómo la narración se desarrolla mediante el juego del espacio y la iluminación, y aporta una perspectiva muy particular sobre la situación de guerra. Por otra parte, la catalana Waste es una especie de relato-performance donde se mezclan fantástico y danza y expresión corporal, de fondo más o menos opaco pero resultado estético notable. Una de esas piezas que entran más a través de los ojos que de la cabeza.

emilymustwait

waste

Si decíamos que salimos corriendo de la sala es por algo importante. Hoy se pasa en Tramuntana la segunda película que presenta Sion Sono este año. Es Antiporno, una cinta inclasificable, que se disfruta con las entrañas y que no es apta para todos los públicos. Porque aquí encontramos de nuevo al Sono más histriónico y excesivo, encajonado en las reducidas dimensiones de un estudio donde su inestable protagonista grita, baila, maltrata a sus visitantes, se entrega a juegos de sexo y humillación. El director nipón dinamita una vez más las expectativas del espectador, añade de repente capas inesperadas a lo que ya hemos visto… Es difícil describir Antiporno. Podría decirse que es la versión experimental de Guilty of romance (2011), pero también que durante un buen rato parece un autorretrato del mismo realizador, e incluso un exorcismo de pareja (haber visto previamente el documental The Sion Sono refuerza esta lectura). También es una de las mejores representaciones de una mente desquiciada desde Kotoko de Shinya Tsukamoto (2011). En definitiva, toda una experiencia que nos deja trastocados en el mejor sentido de la palabra.

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Lo peor de los horarios apretados en el festival es que a veces impiden digerir lo que uno acaba de ver. Nos ocurre en esta ocasión, cuando tenemos que volver a correr de camino al centro para asistir a la siguiente proyección. Antiporno requiere un proceso interno de reflexión para valorarla correctamente del que nosotros no disfrutamos. Para más inri, nos metemos de lleno en otra experiencia radical, aunque sea por razones muy diferentes.

Se trata de la copia restaurada de Solaris, el clásico de Andrei Tarkovsky (1972). La ocasión es única para recuperar esta pieza clave del cine de ciencia ficción, proyectada en el cine Prado en límpido 4K. Siendo honestos, Solaris es tan hipnótica como puede ser pesada de ver. Es imposible renegar de su valor como obra maestra del cine porque es excelente en casi todos los sentidos, pero a la vez su exigencia es en ocasiones rayana en lo excesivo. Su mayor interés reside en los fragmentos más existencialistas (sabiendo que nos hallamos ante una obra existencialista por definición), y la fotografía es un auténtico milagro que justifica por sí sola la película. Así pues, verla en pantalla grande se impone como una necesidad para todo aquel que pase por el festival y aún no la haya disfrutado.

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La densidad de una jornada así sólo se ve interrumpida por una de esas comidas que las dinámicas de Sitges llevan a hacer sin ningún pudor a las cinco y media de la tarde, y por la siguiente película que veremos en el mismo Prado (prácticamente nuestra casa durante un par de días intensísimos).

Remainder es una de esas películas que hacen cuestionarse si los productores se han leído realmente el guión que están financiando. La premisa es de lo más interesante (tal vez hasta ahí llegó el señor del talonario): a un hombre le cae encima una maleta y lo deja amnésico; la compañía implicada en el accidente lo indemniza sospechosamente bien y él comienza a utilizar el dinero para reconstruir visiones relacionadas de alguna manera con el incidente y recuperar su identidad. Problema: llegados a un punto, el objeto de estas reproducciones empieza a carecer de sentido, a parecer cada vez más inexplicable y lleno de cabos sueltos; y en vez de ver a un hombre de mente atormendada comenzamos a ver a un pijo repelente que se dedica a gastar dinero caprichosamente. Así pasamos de la complacencia a la perplejidad y finalmente al cabreo. No queda claro que la película haya hecho su camino, pero nosotros desde luego sí, y es de no retorno.

Resueltos a escoger lo más radical que nos pueda ofrecer el festival, terminamos la jornada con otra retrospectiva que pueda resarcirnos del anterior despropósito. Se proyecta la película experimental Begotten (E. Elias Merhige, 1991) y es una de esas experiencias de verlo para creerlo. Sin ningún tipo de diálogo y rodada sobre negativo de 16 mm en blanco y negro y previamente pasado por una lija industrial (!), la cinta es una especie de reinterpretación muy sui generis del Génesis. Nos vemos abocados a un escenario bruto y primigenio, en que extrañas figuras se pasean frente a la cámara en un clima asfixiante y desolado. Begotten es un viaje ominoso, absorbente e implacable. Es sangre, semen y tierra. Un origen de la vida de pesadilla, que de forma enigmática ataca directamente al hipotálamo. Absolutamente imprescindible. Aviso: no se admiten reclamaciones.

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