Seguramente el mayor cumplido que se le puede hacer a “Nebraska” –y el que mejor se ajusta a su naturaleza-, es que podría encajar perfectamente como una canción del álbum homónimo compuesto por Bruce Springsteen en 1982. La melancolía, el apego a los paisajes y las gentes, las historias personales de gran calado emocional, la visión de esa América profunda en blanco y negro, riman maravillosamente con la imaginería del cantautor de masas.
Alexander Payne parece haberse especializado en road movies (en su sentido más profundo), y no cabe duda de que se le dan mejor que a nadie actualmente. De hecho, las películas en general se le dan mejor que a la mayoría, y “Nebraska” es una prueba palpable de ello. Su cámara es sobria, sencilla, exacta. Su visión agridulce del ser humano, conmovedora. Sus personajes nos recuerdan nuestras propias vulnerabilidades, y sus historias tienen la capacidad de reconciliarnos con nuestro presente y pasado. No es, atención, un proceso fácil (requiere de paciencia) ni dulce (lo que encontremos no será siempre agradable). De hecho, las películas de Payne se han ido volviendo progresivamente más oscuras y desesperanzadas. Uno podría llegar a preocuparse por el estado emocional del director viendo su trayectoria y esta última pieza de su obra. Pero, confiando en que sus cintas sean únicamente una proyección parcial de su intimidad, o que generen un efecto exorcizante sobre alguna de sus amarguras personales -tal y como son capaces de hacerlo sobre las nuestras-, no se puede por más que disfrutar del viaje y dar las gracias por este nuevo poema sobre la condición humana y su relación con el pasado y sus paisajes. El horizonte desolado de Nebraska, un viejo caminando hacia un futuro inexistente, nos llaman.
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