La tarde del jueves fue de esas que nos hacen dar gracias por la existencia de un Festival como el de Sitges cerca de casa. Todo gracias a la presencia física y en pantalla de Alejandro Jodorowsky, implicado ‘indirectamente’ en «Jodorowsky’s Dune» (donde es el protagonista) y ‘directamente’ en «La danza de la realidad» (donde asume todos los roles que le son posibles, incluídos los de director y guionista). Si estas dos muestras de cine en las que participa ponen algo de manifiesto, es que Jodorowsky es el autor más insobornable que pasará este año por el Festival (y que me perdone Takashi Miike).
El documental sobre esa película no nata que es «Jodorowsky’s Dune«, abre fuego. Se trata de un testimonio sumamente interesante que consigue superar con éxito su principal inconveniente: estar documentando algo que no existe. La clave, más allá de la pericia (que la tiene) del realizador Frank Pavich, es el artífice de lo que fue ese tinglado, el señor Alejandro Jodorowsky. El público ríe en diversas ocasiones con la espontaneidad del chileno, pero sobretodo con el entusiasmo que emanan sus declaraciones. Se respira en la platea admiración por la persecución de un sueño, por la ausencia de temor a aspirar a lo más alto e ir en busca de una obra de arte ‘total’ y revolucionaria. Es difícil no dejarse llevar por este personaje profundamente inspirador, que trasluce honestidad y sabiduría más allá de su excentricidad. «Jodoroswky’s Dune» es una película imprescindible no sólo para el cinéfilo o el cineasta, sino también para cualquiera con aspiraciones vitales. A la salida, todos daríamos un brazo por tener una copia de la biblia de la película, sólo en manos de unos pocos privilegiados.
Le toca ahora el turno al mismísimo Jodorowsky, que presenta su obra con toda una declaración de intenciones: «Si mi película tiene que ser un trago de Coca-Cola o una píldora de LSD, tomaré el LSD. Para hacer mi película, ¿exploraré la superfície del mar o me sumergiré en él? Llegaré hasta el fondo del océano. Quiero ganar un montón de dólares con mi película, pero puedo hacer una verdadera obra de arte. Pueden quedarse con los dólares».
«La danza de la realidad» es una cinta asincopada, claramente imperfecta, pero también profundamente VERDADERA. Más que una autobiografía como la que se esperaría según las sinopsis que se han ido filtrando, se trata de un estudio sobre lo que nos hace ser lo que somos, sobre nuestros orígenes (a través de nuestra historia temprana y la de nuestros progenitores). El filme -o fábula- se centra, más que en cualquier otra figura, en la del padre de Jodorowsky, y retrata a la vez (siempre con todas las excursiones esperpénticas o surrealistas que el autor considera necesarias) un período convulso en la historia de su país. El simbolismo y la imaginería propia son abundantes, pero también claros y diáfanos, perfectamente asumibles por el espectador abierto a nuevas propuestas cinematográficas. Porque si algo no es «La danza de la realidad», es convencional. Pero si algo es, es única.
A diferencia de lo que suele ocurrir, Alejandro se queda durante la proyección y, al terminar ésta, siento una gran tristeza por no tener a mano el pack de DVDs de su primera etapa o su libro «Albina y los hombres-perro», para llevarme a casa un recuerdo tangible de la experiencia. Jodorowsky ha hecho psicomagia con los espectadores. Puede gustar o no gustar (la indiferencia no es una opción), pero es innegable que se desnuda en cada obra. Jodorowsky es un artista auténtico. Hacen falta más como él. Y hoy, nos ha hecho sus guerreros espirituales.
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