Llega una de nuestras citas predilectas en el calendario festivalero de Barcelona: el Americana, festival de cine independiente norteamericano (salvo algunas cosas, que diría aquél) de la ciudad. El año pasado, nuestro paso por las salas de los cines Girona, principal sede del certamen, fue bastante fugaz -aunque intenso-, pero en esta edición hemos podido explayarnos como nos gusta siempre que tenemos ocasión. Y hemos vuelto a encontrarnos con una programación con un nivel medio de calidad muy notable y una organización que, pese a sus limitaciones naturales, saca adelante una de las propuestas más atractivas de la agenda cinematográfica barcelonesa.

Para entrar en materia, vamos a empezar nuestro parte agrupando algunas propuestas que este año han decidido invertir su exiguo presupuesto en celuloide. Una inversión que agradecemos porque, cuando se conjuga con un buen sentido del encuadre, hay pocas cosas más placenteras de ver en pantalla que una buena cinta de 16 milímetros. Y ya el primer día de festival acudimos a la que será la ganadora de los premios del público y de la crítica, Riceboy sleeps. La película, segundo largo del director Anthony Shim, narra la experiencia de un niño de origen coreano que crece durante los años 90 en un suburbio de Canadá. Sin recurrir a sentimentalismos baratos o denuncias simplonas (nuestros mayores miedos cuando nos presentan este tipo de argumentos), Riceboy sleeps consigue retratar con delicadez la experiencia del migrante, que se adapta al lugar donde se encuentra porque no le queda otra, pero que a la vez no deja nunca de sentirse un poco como un pez fuera del agua. Y así, Shim se decanta por una narración muy sencilla, que se podría encuadrar -como el resto de películas de esta crónica- en eso que llaman slice of life, y que se pasea con suavidad por escenas que dibujan las relaciones madre-hijo, los avatares cotidianos y el descubrimiento de las propias raíces, mientras despliega un gusto exquisito en las formas, algo que sin duda ha marcado la diferencia a la hora de conseguir el favor de los espectadores.
También recurre a esas texturas que tan bien le sientan al cine de enfoque naturalista Every day in Kaimuki, de Alika Tengan. Su protagonista, oriundo de Hawai, está a punto de dejar atrás su vida en la isla para mudarse a Nueva York, algo con lo que siempre ha soñado. Y nosotros vamos a ser testigos mudos de ese período de inpass, mientras presenciamos su día a día, las relaciones con sus amigos skaters, con su novia, su trabajo… Un recorrido, en definitiva, por todo aquello que está a punto de cambiar, y que se convierte en el centro de la película. ¿Volará finalmente Naz o decidirá quedarse en el lugar donde ha construido su vida? Si bien Every day in Kaimuki no da siempre en el clavo con el ritmo, ni tiene un protagonista con el que sea especialmente fácil empatizar, también es cierto que es capaz de captar la esencia del vértigo que precede al posible cambio y está empapada de una melancolía muy a ras de suelo, consiguiendo que uno sienta, si decide entregarse a la película, lo que se cuece dentro de este joven y su pareja. Una melodía de pocas notas, que a cada repetición suman matices para conseguir finalmente profundidad.
Por último, la guinda del pastel: Falcon Lake. Mención especial del jurado, nosotros tenemos claro que es la mejor película que hemos visto en esta edición del Americana, y posiblemente de las mejores que veremos este año. Ambientada en Quebec, retrata las vacaciones de un chaval de trece años que se instala en una cabaña junto a su familia y unos amigos de sus padres. Éstos vienen a su vez acompañados de su hija, unos años mayor que él, e inevitablemente harán acto de presencia las fuerzas de la atracción. De formato minimalista, la película, con su calma, sus ambientes musicales y sus bosques tiene sin embargo la capacidad absorbente de un Cinemascope con Dolby Surround. La entrega de sus jóvenes protagonistas es encomiable, por cuanto se enfrentan a una representación del despertar sexual delicada pero sin tapujos y lo hacen con una valentía desarmante. La capacidad para retratar de una forma tan vívida y precisa la adolescencia por parte de su directora, Charlotte Le Bon (que se basa en un cómic de Bastien Vives) es pasmosa y, vista ya desde la edad adulta, se hace incluso sobrecogedora. Puede olerse en Falcon Lake el verano, la excitación, la tristeza, y la irreproducible agitación del descubrimiento. Es, en definitiva, un pequeño milagro, una de las películas más evocadoras y con más verdad que hemos podido presenciar en mucho tiempo.