Elvis

El sonado éxito de Bohemian Rapsody (Bryan Singer, 2018) ha dado lugar a una pequeña fiebre por el biopic musical, un subgénero que parece estarse tratando más como un insulso artefacto para atraer a la audiencia a ver nombres que conoce y escuchar canciones que ha tarareado, que como una oportunidad para contar historias de un mínimo interés o proporcionar experiencias que vayan más allá de lo cómodo y evidente. Pero he aquí que de repente aparece un hombre peculiar, Baz Luhrmann. Un cineasta desmedido, polarizante, desde luego no siempre acertado, pero que destaca por algo que estaba pidiendo a gritos esta pequeña parcela de cine: una personalidad marcada. El australiano, además, ya ha demostrado con anterioridad su interés por el musical; y ello, combinado con su gusto por el barroquismo, lo hacía un sólido candidato para abordar una figura tan notoria en la música popular, pero a la vez tan particular y excesiva como la del malogrado Elvis Presley.

Y nada más empezar Elvis, el motor se pone en marcha en quinta, y comienza un recorrido lleno de grandilocuencia, ritmo frenético e imágenes desatadas. Un arranque apabullante, que marcará cómo encara el espectador el resto de la película, y donde cuesta encontrar un término medio: o salir escopeteado, o dejarse arrastrar por una corriente de fuerza arrolladora contra la que no hay lucha posible. Las comparaciones son odiosas, pero en ocasiones resultan muy ilustrativas: sólo hay que presenciar momentos como el montaje en el cual un joven Elvis se prepara para una actuación con su grupo, mientras el coronel Tom Parker (su futuro agente) se fija en él por primera vez, mientras vemos al Elvis niño, primero espiando la sensualidad de la música blues, luego dejándose llevar por la energía de una misa gospel, todo a la vez, en paralelo y en vibrante espiral ascendente… para darse cuenta de que en esos dos minutos de película hay más cine que en todo el inane producto sobre Queen de hace unos años.

La maquinaria no para durante las casi tres horas de metraje, probablemente excesivas -como lo es todo en Elvis– pero que cobran de alguna manera sentido dentro de la particular idiosincrasia de la película. La narración es deslabazada, no faltan los momentos maniqueos, algunos toques empalagosos marca de la casa… ni siquiera se podría aseverar que Elvis profundice en exceso en la persona del músico. Pero su potente energía genera otro tipo de material: transmite la locura de la subida frenética a la fama, el éxtasis de ver a un fenómeno musical en directo, las constantes idas y venidas en la vida de una estrella rutilante. Es difícil no quedar aplastado contra la butaca ante tal ola de imágenes y sonidos. Algo que, desde luego, no podría consumarse sin la espectacular actuación de Austin Butler como Presley, comentada ya cientos de veces, pero desde luego nunca suficientemente alabada. La impresionante personificación que hace el actor del músico, sin necesidad de ser una fotocopia del mismo, se hace patente en el momento en que el espectador llega a olvidarse de que no está viendo al mismísimo Elvis vuelto de entre los muertos. La presencia de Butler tiene una energía y poderío que absorve cualquier otro foco de atención que aparezca en la pantalla (para muestra, baste decir que la participación de Tom Hanks en la película es posiblemente la menos interesante del plantel…). Y así, por más que el dibujo del Rey del Rock pueda ser algo superficial, consigue transmitir no sólo su presencia escénica, sino vislumbrar de forma efectiva sus tribulaciones interiores, ya sea enmedio de una actuación o entre bambalinas.

En definitiva, Luhrmann y compañía han conseguido un trabajo que se mantiene durante días en la mente por sus cualidades eminentemente sensoriales, que van más allá de los cánones clásicos. Elvis no es un estudio de personaje. Ni siquiera un cuidado ejercicio de narración. Pero sí algo que no habíamos visto antes y, por ello, con tanto o más valor: es el testimonio apasionado de una tormenta eléctrica.

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