Está claro que el sueño de una edición post-pandémica tras el Festival de Sitges del año pasado se diluyó hace tiempo. Pero eso no evita que muchos hayamos tratado de volver a la normalidad en nuestra relación con el certamen, y que nos hayamos afincado durante unos días en esta población del Garraf, con la intención de forzar todo lo que podamos el ritmo de nuestra ingesta personal de cine. El público en general parece tener ganas de marcha, y en esta 54ª entrega, la venta de entradas se ha disparado respecto al año anterior. Las vibraciones iniciales, pues, son inmejorables, y tan solo esperamos que el uso de mascarilla dentro de las salas no nos adormezca de más cuando los horarios no acompañen.
De esta guisa comenzamos el primer día, y sabe mal presentar un grupo de películas que formen un conjunto tan flojo para empezar a hablar de esta edición. Pero así son las cosas, y a lo largo del festival vamos a irnos encontrando con una buena cantidad de películas muy notables, aunque estén salteadas por más contenido de difícil digestión.
Abrimos fuego con Medusa, de la brasileña Anita Rocha da Silveira, un relato que gira entorno a la búsqueda de una vieja artista que fue desfigurada por una panda de vigilantes como castigo a sus pecados carnales y poco amor por el decoro. Las protagonistas forman parte de una congregación muy religiosa, y todo en su vida gira alrededor del cristianismo más clásico y conservador, en esta muestra de lo que nos va a ofrecer la sección Noves Visions. Puede que nos falte algo de contexto socio-cultural para acercarnos al mundo de Medusa, pero lo cierto es que no queda claro si pretende ser una realidad distópica pero muy anclada en el presente del Brasil de Bolsonaro, o una fábula de mensaje más genérico y atemporal. La cuestión es que en el primer caso el enfoque resulta artificial por manierista, y en el segundo (que justificaría mejor la historiada estética de la película) parece demasiado maniquea y superficial. Medusa está llena de luces de colores, música electrónica a la moda y movimientos de cámara cool, y es capaz de generar gran cantidad de imágenes resultonas. Pero resulta demasiado redundante y, pese a alguna secuencia potente, parece en exceso pagada de sí misma, enamorada de sus filigranas visuales pero sin demasiada enjundia en el discurso.
Nos lanzamos seguidamente a una sesión doble y, cosas de los festivales, la película que menos nos llamaba la atención del día es la mejor que acabamos viendo. Se trata de Gaia, muestra de fantástico con notas de ecoterror (algo muy a la orden del día) que lleva con toda la dignidad del mundo su espíritu de serie B. En Gaia, una expedición de reconocimiento por el bosque sudafricano se convierte en una aventura de supervivencia, en la que la protagonista se verá mezclada con dos individuos que viven aislados de la civilización y con las fuerzas que habitan el entorno natural. El presupuesto es reducido, las interpretaciones variopintas, pero hay buen hacer tras las cámaras, el trasfondo de la historia es original y algunas secuencias de luz y montaje son creativas al punto de elevar varios enteros el conjunto. Si bien el final es algo confuso y hay ciertas dinámicas repetitivas en los ires y venires de los personajes, que se pasan la mitad del metraje entrando y saliendo de su cabaña, la película da lo que promete y consigue elevarse por encima de sus limitaciones.
En cambio, 2551.01, la apuesta arriesgada pero que más nos atraía hoy, resulta ser un ladrillazo de tomo y lomo. En un futuro post-apocalíptico, lleno de personajes mutados en un mundo subterráneo, el autor Norbert Pfaffenbichler presenta lo que define como un homenaje a El chico de Charles Chaplin (1921). La película tiene un inicio contundente, que mezcla grindcore y luces estroboscópicas con una estética underground que genera un ambiente bastante personal. El problema es que lo que viene después es un simple baile de máscaras ensimismado y alargado, un paseo por las alcantarillas de esta distopía futurista de bajo presupuesto poblada por seres desagradables, pero con un ritmo tan moroso y una falta de enjundia tan patente, que al poco uno se empieza a remover en el asiento. Por si fuera poco, se trata del primer episodio de un experimento que vete a saber qué objetivo o duración pueda tener. Si hay un 2551.02, nos lo pensaremos mucho antes de volver a caer…

Por último, rematamos el día con la rusa The execution, una investigación criminal basada en hechos reales, que parece querer remitir a otras muestras del género como el Zodiac de David Fincher (2007) o Memories of murder de Bong Joon-ho (2003). Se trata de una ópera prima muy pulida, en la que se palpa el presupuesto invertido, y que salta entre años para ir engarzando el puzzle de asesinatos e investigación que absorbe por completo la vida del protagonista. Resulta pues una lástima lo emocionalmente plana que es la cinta, que conforme avanza se va sintiendo cada vez más rutinaria, como una investigación en punto muerto. Y llega un momento en el que ya da igual si vamos de 1993 a 1986 o viceversa, o un año arriba o un año abajo. Lo que queremos es que aquello se quede quieto y se le dé finiquito, que se obvien las pistas sin continuidad, los cierres en falso, los procedimientos policiales de turno, y se nos ofrezca un cierto clímax que nos haga recuperar el interés por la captura del criminal. El esfuerzo por crear un producto sólido es encomiable, pero la falta de alma propia acaba por pesarle a este primer contacto con la Sección Oficial del festival.
Con esto, nos vamos a dormir pensando que la cosa no puede hacer sino mejorar, y no estamos muy alejados de lo que ocurrirá en los siguientes días…