Hay muchas maneras de empezar una película. Y también es habitual encontrarse con muchas ocasiones perdidas a la hora de aprovechar ese momento de arranque para hacer algo sustancial. Tarea que tal vez no sea tan fácil como parece. En el otro extremo, se encuentra nuestro ejemplo de hoy: Akira de Katsuhiro Otomo (1988). La película de Otomo es relevante por muchas cosas, entre ellas el que hoy atendamos a la animación japonesa de la manera en que lo hacemos. Y es evidente que sus primerísimas imágenes contribuyen a que caigamos sin remisión ante esta obra maestra del dibujo animado.
La película se abre con un plano cenital de Tokyo que hace panorámica hasta visualizar el horizonte. La quietud es absoluta (de hecho todo, incluidos los coches, está pintado como un fondo) y el único sonido que oímos es el del viento; tal vez por la altura a la que estamos, tal vez porque todo ha quedado ya en silencio, como preconizando el desastre que está a punto de ocurrir.
Y entonces sí, Otomo hace que la banda de sonido se desvanezca completamente mientras observamos una extraña manifestación de energía que en fracciones de segundo se convierte en una gran explosión:
Solo en esta imagen las herramientas que está usando el cineasta son múltiples. Además del magnífico uso del sonido, la misma explosión ayuda a crear una peculiar sensación de extrañeza: la esfera de energía que comienza a formarse por arriba en vez de a ras de suelo, el color negro que presenta al principio, y que tras un breve fogonazo se torna en un blanco cegador, la extrema fluidez de la animación en contraste con el estatismo del decorado… Todo nos hace percibir que estamos ante algo ominoso y extraordinario.
Engullidos por la explosión, la pantalla queda en blanco para presentar al autor. Vuelve el leve sonido del viento que, ahora ya sin excusa, nos suena a post-apocalíptico. Y a la vez, se dibuja una imagen difícil de descifrar al inicio, de inspiración fractal (algo nada casual como podrá verse a medida que la película encara su recta final) y que, conforme se va definiendo, resulta ser la bahía de la capital nipona, ahora significativamente rebautizada como Neo-Tokyo. Comienzan entonces las inconfundibles percusiones del músico Shôji Yamashiro, mientras otro título nos proporciona una información que apenas apunta lo que puede haber ocurrido:
Corte a la más absoluta negrura, y un zoom out nos permite ver la que debe ser la zona cero. Un cráter que evoca inevitablemente el desastre nuclear que el país tiene grabado a sangre y fuego en su memoria. Continúa la música, a golpes desnudos, espaciados, y que retumban en lo más profundo del vacío.
Y en perfecta sincronía con esa percusión austera, que provoca una sensación de inquietud inconcreta, de trance hipnótico, aparece por fin el título:
Lo que viene después son dos horas de absoluto delirio, llenas de experimentos científicos, cyberpunk, la violencia que estigmatizaría durante años al anime, y bastante más política de la que pudiera parecer en un primer visionado. Pero antes de todo eso, apenas un minuto y medio sin diálogos ni personajes se han quedado clavados para siempre en nuestras retinas, revolviéndonos las entrañas al sugerir una fuerza gigantesca e incontrolable que nos asoma al abismo. La fuerza del Universo mismo, tal vez.
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