Cinco años han pasado ya desde la última obra de Michael Haneke, Amor (2012), y el austríaco vuelve -no sabemos cuán consciente o inconscientemente- a presentar una película que podría funcionar como perfecto corolario a su carrera. En Happy End se repiten temas y esquemas de la filmografía del director, que mantiene su célebre distanciamiento visual, y el relato que compone se revuelve, cociéndose a fuego lento y bullendo subterráneamente. Puede que en esta ocasión no se presente esa violenta explosión final, el famoso puñetazo en el estómago marca de la casa; pero es que las puntillas están repartidas a lo largo de todo el metraje. De esa forma, Happy End es, más que una abrupta erupción volcánica, una maraña de ríos de magma, de apariencia tal vez más apacible pero igualmente peligrosa.
En su retrato de una familia acomodada, Haneke despieza algunas neurosis e hipocresías propias de una sociedad que vive en una burbuja y que engendra mentes atormentadas, que hacen daño y se hacen daño. Sin voluntad de dar lecciones morales ni de ser tremendista, pero con una implacabilidad y precisión propias de un cirujano que sabe diseccionar las taras y contradicciones de nuestro mundo. Los tiempos y planteamientos visuales del director, que pueden requerir en un principio un esfuerzo por parte del que mira, toman todo su sentido cuando consiguen mostrar la realidad con una desnudez difícil de alcanzar de otra forma.
Así, los momentos incómodos lo son tanto como lo serían si se dieran en la vida real. Hace acto de aparición el patetismo, con escenas que combinan esa incomodidad con una comicidad descarnada. Se suceden planos-secuencia que van y vuelven sobre sí mismos como un bumerán, otras escenas en las que los personajes ni siquiera aparecen de manera directa… Las referencias a la inmigración -que a juzgar por la sinopsis oficial deberían situarse en un primer plano- son puntuales, en forma de comentarios más o menos velados, y a la vez nucleares en el discurso de la película. Las ovejas negras de la familia protagonista lo son por inadaptadas, porque intuyen de alguna forma que algo no funciona en este teatro. Y al final de todo, con esas, llega el happy end. Y Haneke, una vez más y sin aparente esfuerzo, nos la mete doblada.
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