Pues eso, tras varias noches encadenando menos horas de sueño de las deseadas, nos despertamos con la película del estadounidense Mickey Keating Psychopaths, y no somos capaces de terminarla. Keating intenta ponerse rompedor colocándonos en la piel del asesino, y complementándolo con un enfoque artie en su elaboración formal. La cinta abre con una cutre introducción de un condenado a la silla eléctrica que vaticina caos y horror en virtud de su espíritu asesino, y a partir de ahí la historia simplemente ilustra cómo sí, poco a poco diversas personas empiezan a perder la cabeza y cometer crímenes sangrientos. ¿Y? Pues nada, eso es lo que pasa, que los vemos hacer sus cosas de psicópatas mientras el realizador intenta convencernos de que lo suyo es cine de arte y ensayo.
Survival family por su parte no tiene pretensiones. Su único objetivo es contarnos una historia con la que nos podamos sentir identificados, en este caso la de una familia urbanita que se enfrenta a un inesperado e inexplicado apagón energético de alcance nacional. Lo último que hemos podido ver de su director, Noburo Yaguchi, son las agradables Robo-G (2012) y Wood job! (2014) y, como en éstas, ahora no trata de vendernos ninguna moto. Continúan las buenas intenciones con las ñoñerías justas, el ritmo pausado, la luminosidad y el viaje personal y colectivo como eje central. Y, aunque no se trata de una gran película, tiene el gran mérito de representar de una forma creíble una situación apocalíptica en la que el mundo no se transforma en un campo de batalla donde solamente hay criminales, violadores y psicópatas. Gracias.
Llega la que consideramos la auténtica polémica del festival, Caniba. Documental sobre el japonés Issei Sagawa (disculpas por el error en el tweet inferior) que viene con un premio del Festival de Venecia bajo el brazo, los franceses Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel se echan la cámara al hombro para entrevistar al susodicho personaje, que en sus tiempos mozos asesinó y se merendó a una compañera de universidad en la Sorbona. La apuesta de los directores es radical: el grueso de la película transcurre en primeros planos y planos detalle de Sagawa, ya sean enfocados o desenfocados (para mayor desesperación del personal). El problema es que el sujeto del documental no tiene gran cosa que decir. Maltratado por la edad -y suponemos que la salud-, Sagawa apenas dice palabra, la mitad de lo que aporta no es muy trascendente, y la otra mitad es prácticamente sonsacada por el hermano que lo cuida, y que es en todo caso la inesperada estrella de la función. Porque rápidamente nos damos cuenta de que ese otro señor que acompaña al protagonista no está tampoco bien de la cabeza, y cuando nos descuidamos parece que estemos pasando una tarde de café con la familia de La matanza de Texas. Pero suena mejor de lo que es: Caniba resulta inmisericorde, cierto, pero no ofrece mucho a cambio. E incluso tras su conclusión, que oscila entre el patetismo y el humor, uno se plantea si no se le están riendo en la cara, presentándole un mojón cinematográfico envuelto en papel couché pseudo-intelectual.
Por último, hacemos doblete del director Kornél Mundruczó, que viene a recoger la Màquina del Temps. Para comenzar, la novedad, que es Jupiter’s Moon, un thriller fantástico que tan solo un día después se alza con el Premio a la mejor película de esta edición. Algo probablemente ganado gracias al virtuosismo del húngaro tras las cámaras y al componente social de la película, que toma como punto de partida la crisis de los refugiados. Con respecto a lo primero, Mundruczó tiene una notable afición por los planos secuencia, que viene acompañada de una equiparable habilidad en su diseño, lo que le lleva a presentar diversas set pieces realmente impresionantes (la secuencia con la que abre la película recuerda ni más ni menos que al Alfonso Cuarón de Hijos de los hombres -2006-, y hay una persecución en coche con uno de los planteamientos más sencillos y a la vez originales que recordamos). Por lo que se refiere a lo segundo, es encomiable que alguien se interese por una realidad tan sangrante; y no sólo eso, si no que se atreva a tratarla de forma seria desde una perspectiva de género. La película no queda, aún así, libre de inconvenientes. El principal de ellos es su dispersión. El cineasta intenta ir desgranando diversos aspectos político-sociales de su país (y, por qué no, Europa en general) mientras acompaña en su huída a un refugiado con poderes sobrenaturales y el doctor que lo encubre, pero está intentando abarcar demasiados frentes. Entre otras cosas, porque el enfoque social se contrapone a uno espiritual que acaba por diluir el primero. Por otra parte, llega un punto en el que parece que la cosa no avanza más. Se van encadenando situaciones y persecuciones, pero sin que descubramos nada relevante respecto a la historia o el discurso que quiere transmitir. Limitando un poco la admirable ambición de la cinta, tanto en duración como en temática, seguramente nos encontraríamos con un trabajo casi redondo.
Después de ésta le toca el turno a Johanna, recuperación de una película que el realizador dirigió en 2005 con unos recursos muy limitados y gracias a la interdicción divina de su compatriota Béla Tarr. Testimonio nuevamente de las grandes aspiraciones de su artífice, Johanna es una personalísima versión de la historia de Juana de Arco trasladada al presente, en un entorno de hospitales y drogadicción, y cantada en ópera. Ahí es nada. Mundruczó ya despliega aquí un virtuosismo considerable cuando se trata de puesta en escena y movimientos de cámara, y la propuesta es aplaudible por propio concepto. Aún así, se hace dura de seguir, porque todo queda envuelto en una letanía no especialmente atractiva de canto lírico que acaba minando la paciencia del respetable. Tal vez los entendidos en música sepan apreciarla mejor, pero los demás tan solo podemos elogiar el atrevimiento de su planteamiento, que revienta convenciones religiosas y morales de manera modélica, aún sin ser capaces de hacernos disfrutarla por completo.
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