[Atención: contiene spoilers]
Veo con retraso La LEGO película, la última gran revelación del cine de animación, dirigida en 2014 por Phillip Lord, Christopher Miller y Chris McKay. Y, al acabar, no puedo evitar sentir una extraña e inconcreta desazón. Técnica y estéticamente la película es despampanante. Está estupendamente dirigida. Es irremediablemente disfrutable. Pero hay una vocecita interior que me indica que hemos cruzado una invisible y delicada línea. Por mucho que trate de quitarle hierro al asunto, me hace sentir incómodo el hecho de que los 100 minutos de La LEGO película sean un impresionante anuncio.
Todos somos muy conscientes desde el inicio del filme, y en esto los artífices no engañan a nadie, de que estamos ante una obra a mayor gloria de la casa de juguetes danesa. E incluso el más suspicaz puede dejarse arrastrar en pocos minutos por la corriente de buen humor, aventuras, amor por el detalle y creatividad en general que despliega la cinta a cada paso. Incluso, cuando empiezan a aparecer populares personajes licenciados de otras franquicias, quien más quien menos siente la irrefrenable tentación de ir corriendo a comprar su muñeco favorito.
Varias críticas de la película se han percatado de la evidente naturaleza publicitaria que subyace en la obra: «…se enmarca dentro del salto evolutivo del product placement a la product movie…» apuntan acertadamente en El País; «en definitiva, lo que más estimula la película es el deseo de consumir todo tipo de productos Lego», comentan en Clarín; «una película que también vuelve a demostrar que el mejor anuncio (constataremos cómo aumentan las ventas de Lego a la salida de los cines) puede ser una obra cinematográfica sensacional, y viceversa», remachan en Cinemanía. Pero en ningún lugar se plantea el significado moral de este hecho o el posicionamiento ideológico que de ello se deriva. Como si fuera un detalle menor, como si no hubiera ningún debate a abrir al respecto. Espero no ser el único que lo encuentra preocupante.
Ya hemos dicho que asumimos La LEGO película como cinta temática de la marca que la adopta. Desde que el señor Spielberg popularizara el product placement en el cine, nos hemos acostumbrado a la publicidad más o menos encubierta. Incluso abrazamos películas y franquicias que tienen clara voluntad de traspasar las paredes de la sala de cine y arrastrarnos a las tiendas para conseguir su merchandising, creando en ocasiones personajes y objetos que parecen encaminados únicamente a ese objetivo. Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Dónde está esa invisible línea que mencionábamos al principio?
Para quien esto escribe, el segmento clave, el que revela el lado ‘turbio’ de la película, es el desenlace, cuando entra en juego (en el gran juego que es toda la cinta) el mundo real. Cuando se da un giro radical, en definitiva, al punto de vista. Porque no nos engañemos, en cualquier narración el punto de vista lo es todo. Dejemos de lado por un momento la vertiente creativa. Efectivamente, la mezcla de técnicas y formas usadas para la resolución de la película demuestran un gran talento. Pero ese talento se ve empañado por la sensación de estar siendo profundamente manipulados. Porque por mucho que se valore estos días el contenido ‘meta-‘, la rotura de la cuarta pared, lo que se desprende en este caso de tal recurso es como mínimo cuestionable.
Trasladar el punto de vista de los muñequitos a los humanos que coleccionan y juegan con sus LEGO es en cierto modo traicionar la trama y su mensaje. Al ser el padre y su hijo el centro hacia el cual bascula la acción en el último acto de la película, los artífices deciden lanzarnos fuera del cine con el concepto ‘juguete’ en la cabeza, con la idea ‘LEGO-coleccionismo’ como impulso.
Puede que la historia de las pequeñas figuritas hable de la libertad individual y creativa, que cargue contra la sociedad uniforme y unipensante. Pero cuando vemos cómo esto está mediatizado, cómo se traduce en la conclusión de la película en algo tan inocuo como un padre y su hijo jugando con la dichosa construcción, el mensaje de la ficción se pervierte añadiendo una nueva contextualización: sé creativo, pero dentro de un entorno cómodo y controlable. Como por ejemplo el del juego. LEGO, para más señas.
Queda la impresión de que todo esto no es más que un virguero spot de Werther’s Original.
La posible sátira antisistema queda diluida, si no anulada. Confinada a unos límites que creen una falsa sensación de libertad y cuestionamiento del status quo.
Por eso me sorprende encontrar noticias como la que en BBC señala que «algunos comentaristas conservadores estadounidenses […] consideran que la cinta contiene un mensaje anticapitalista con el que se pretende adoctrinar a los niños». Hablan de «agenda anticapitalista en Hollywood». Pero ya sabemos cuál es el nivel argumentativo que suele desplegar ese sector de la sociedad norteamericana. Pueden estar tranquilos. El mismo director Phil Lord comenta, en referencia a las reticencias de ciertas marcas frente a los elementos irreverentes de la cinta, que «Tuvimos que recordarles a nuestros socios que esta película apoya tanto a una marca que te puedes permitir bromear con ciertas cosas».
Lo dicho, crítica que se da la vuelta, que enmascara, que genera una falsa sensación de subversión.
Tal vez lo peligroso de La LEGO película es también su mayor virtud: que se trata de un filme (o, más que nunca, un producto) muy inteligente. Arteramente inteligente.
Puede que sea eso lo que me ha generado un ligero escalofrío al acabar el visionado. Que somos muy sensibles a un tipo de manipulación que esconde gran sutilidad tras un muro de aparente evidencia. Y para muestra, un botón: «Nunca antes había tenido la sensación de que una película no está intentando venderme un producto, y luego al abandonar el cine estar desesperado por llenar mi casa con el producto que no estaban vendiendo» dice Robbie Collin en su crítica para el Telegraph. Bien, amigo mío, tal vez tú, tal vez todos nosotros, debamos revisar a fondo nuestros filtros.
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