Dentro de Panorama, tuvimos la ocasión de ver una pequeña sesión triple centrada en el documental. De entre las películas que la componían, la más interesante fue El hombre tumbado, de Nicolás Muñoz, que sigue el proceso de realización de una obra escultórica por parte del ya talludito Antonio López, para su posterior exposición en el Museo Thyssen-Bornemisza. Con afán ilustrativo, se trata de una agradable media hora sobre los detalles que envuelven la creación artística y que, de paso, dan cuenta del carácter humilde y sencillo del escultor.
Acompañando esta obra se pasó también Sin título, donde la montaña colombiana de Montserrate se usa como pretexto para hablar no solamente de fe, sino también de política (esas dos cosas que a veces van de la mano). Aunque lo que se oye es interesante, el aspecto visual acaba por resultar algo monótono. Por su parte, en El juego del escondite el equipo de filmación se traslada a un campo de refugiados sirio para grabar una ficción. Al final, la propia realización de la película se convierte en parte de la obra, pero no podemos dejar de preguntarnos si este es el mejor planteamiento posible, dado que, una vez presentada la idea, le da a la cinta una fuerte sensación de incompleción.
Aún así, en cualquiera de los dos casos podríamos estar hablando de obras maestras si las comparamos con The sky trembles and the earth is afraid and the two eyes are not brothers, el timo de la estampita de Ben Rivers, con quien no había tenido el gusto (o la desgracia) de entrar en contacto hasta el momento. El inicio de su nueva película, rodada en unos agradables 16 mm, tiene esa cualidad hipnótica que buscábamos tras el título que se le ha dado a la obra. Conforme avanza, podemos dejarnos llevar por el exotismo naturalista que destilan los escenarios del desierto marroquí. Pero cuando han pasado los treinta minutos, uno se da cuenta de que aquello no va hacia ningún lado. Lo que sigue es puro onanismo, una auténtica burla al espectador, que se remueve desesperado en la butaca mientras Rivers se las da de gran autor e intenta evangelizarnos con una alegoría que podía resumirse en veinte minutos si llega. Durante la última media hora, ya no queda más que reírse por no llorar.
Afortunadamente, el festival se cierra por todo lo alto gracias a la clausura, que nos trae lo último de José Luis Guerín, este sí, un autor auténtico, con algo que decir y, ante todo, honesto. Cuesta escribir sobre La academia de las musas, un filme ya de por sí extremadamente discursivo. Son tantos los temas que se tratan a lo largo de la película, en la cual Guerín se vuelve casi invisible, dando todo el protagonismo a sus actores y los diálogos (pero manteniendo unas reglas muy marcadas en cuanto a la puesta en escena), que uno no puede por más que simplemente recomendarla, puesto que nos encontramos con total seguridad ante la mejor producción española del año. Modesta hasta decir basta, pero también profunda, compleja, densa y divertida como pocas. Es posiblemente la comedia más intelectual que ha visto un servidor, y un colofón perfecto que nos deja con ganas de más de cara al año que viene.
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