Hay algo en la forma de narrar de muchos directores asiáticos que me hace pensar si no hemos olvidado en los últimos años alguna cosa importante a la hora de contar historias. Es tal vez esa capacidad para ilustrar con tino situaciones que, por su sencilla cotidianidad, hemos decidido que no tienen importancia, o no somos capaces de mostrar (hablando desde el punto de vista de los realizadores) sin cierta vergüenza. O de la forma de ejecutar quiebros con unos personajes a los que nosotros otorgamos un destino y comportamientos prefijados desde el inicio.
Y no es que la directora Ann Hui no tire de imágenes ya vistas. No es que todos sus personajes se muevan por terrenos absolutamente inesperados. Es que los sabe dotar de vida. De, como reza su título, una vida sencilla. Esta historia de hijo pródigo contiene los suficientes matices y buen hacer como para no caer en los tópicos alrededor de la tercera edad y sus dramas o, como mínimo, para rozarlos aportando una nota de color por aquí, un contraste visual por allá, que consiguen que la película se sienta verdadera.
A ello contribuyen unos Andy Lau y Deanie Yip sencillamente espectaculares -dos interpretaciones con alma-, una dirección contenida que sabe salpicar la cinta de pequeños momentos cargados de emotividad sin caer en lo empalagoso, y de la ventana que supone para el público occidental, que nos permite atisbar cómo se vive la vejez en un entorno como la bulliciosa y fascinante Hong Kong. Si no fuera porque el ritmo de la película es demasiado irregular, y acaba por hacerse lento en exceso (la narración hubiera ganado en agilidad e intensidad si se hubiera constreñido a la hora y media en vez de alcanzar las casi dos), estaríamos hablando seguramente de uno de los mejores dramas del año.
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