Es curioso, pero asistir de nuevo al festival Americana en Barcelona ha sido para nosotros el verdadero aniversario de la pandemia. Porque el año pasado el confinamiento nos cayó encima justo después de terminada la cita, y doce meses más tarde, ahí estábamos de nuevo en los cines Girona, como si la cosa no fuera con nosotros (sic). Así de ajustado el calendario, ha sido casi milagroso que el certamen haya podido celebrarse en estas dos ediciones de forma presencial (en competición por el favor divino con Sitges 2020) y, aunque como casi todo hijo de vecino, el Americana se haya convertido en un evento híbrido, con presencia también en Filmin, hemos intentado disfrutarlo al máximo en su sede física.
Entre las películas de este año, había muchas historias de individuos en sus propias burbujas, intentando contactar con el exterior o encerrados en ellas por desconocimiento o imposibilidad de otra opción. Algo que se remonta a antes del coronavirus, puesto que la mayoría de estas cintas se habrán rodado previo al caos generalizado, y que no refleja sino un tema recurrente en nuestra idiosincrasia como especie y especialmente destacado en la sociedad que estamos construyendo. Por ejemplo, en Funny Face, se juntan dos burbujas habitadas por unos huérfanos, él en apuros económicos y con ciertos desequilibrios mentales, ella una joven de bagaje musulmán en busca de su identidad. La cinta de Tim Sutton es un conjunto de cuadros atmosféricos, que se cohesiona por el ambiente sonoro y la danza de la cámara. No hay apenas historia, y no hay apenas personajes, pero consigue captar la atención con cierta cualidad hipnótica -y la atrayente actuación de Cosmo Jarvis, a quien ya vimos el año pasado en Nocturnal (Nathalie Biancheri, 2019). Refleja más bien un paisaje mental, con Nueva York como escenario distante y a la vez ligado a la intimidad de estos dos personajes, y a pesar de lo arbitrario o maniqueo de ciertos momentos, es una interesante pieza de cine.

Beast Beast es otra muestra formalmente muy interesante, que mezcla texturas en sus imágenes de forma creativa y calculada. Reparte su atención entre tres jóvenes: una estudiante aficionada al teatro, un recién llegado al instituto amante del skate, y un vecino obsesionado con su vlog sobre armas. Beast Beast nos hace recordar al Gus Van Sant de Elephant (2003) o Paranoid Park (2007), explora con soltura los tres ambientes en que se mueven sus personajes, y atisba posibles conexiones entre estas personas que se encuentran en ese punto de la vida en que ningún camino está todavía cerrado. Pero en última instancia, la película no acaba de fluir a nivel emocional, hay un deslabazamiento que, si bien podría ser interesante a nivel argumental, hace difícil la conexión del espectador con la cinta misma. Y eso que la debutante Shirley Chen tiene una presencia de una luminosidad arrolladora, que levanta cada secuencia en la que aparece. Pero cuya energía se diluye inevitablemente en ese laberinto de mundos individuales que el director Danny Madden ha creado. Se trata de una película deslumbrante a nivel teórico, atractiva en cada escena, pero que por alguna razón no consigue el impacto global que nos gustaría con esos méritos…

Otra jugada que nos llama mucho la atención es la de Lapsis, una historia entre futurista y distópica, pero que en realidad habla muy directamente de nuestro presente. Con la excusa del desarrollo de no se sabe bien qué tecnología cuántica (eso es lo de menos), se empieza a generar toda una actividad económica en torno a la instalación de redes de cables. Los trabajadores de turno no son más que unos repartidores de Glovo de la industria tecnológica y, así las cosas, Lapsis no deja de ser una parábola pseudofuturista sobre un mercado laboral que se antoja muy cercano. Su protagonista es tosco a la vez que familiar, un currante de toda la vida; los retos a los que se enfrenta, fácilmente identificables para cualquiera. Y así, es difícil no sentir simpatía por esta muestra de cine político con un toque de género, y hecha a pesar de todo con medios muy limitados. Puede que, conforme avanza, esa austeridad medio forzada por el nivel de la producción, medio intrínseca a la historia y la forma de rodarla, le acabe pasando factura, y Lapsis termina siendo un tanto espartana para su duración. Pero ofrece a cambio elementos para reflexionar sobre esa rueda de hámster, del «sálvese quien pueda», que es nuestro actual sistema económico; así que el intento resulta encomiable.

Y para acabar el bloque, una de esas de América profunda que nunca pueden faltar aquí: la de Buck Alamo or (A Phantasmagorical Ballad), en la que acompañamos al viejo cantante country del título en sus últimos días. Un hombre en los márgenes de la sociedad, que rompió hace tiempo amarras con muchos de sus seres queridos, y que sobrevive a su manera, de forma sencilla y sin mucho espacio para la autocompasión. En la cara del actor Sonny Carl Davis nos parece ver la dureza acogedora de un Robert Duvall dejado de la mano de Dios en el sur de Estados Unidos. En él se mezclan la melancolía y la picaresca, y es de esa idiosincrasia particular que se alimenta toda la película, en la que seguimos al protagonista a través de diversos encuentros con personas de su pasado y de su presente, aún con espacio para algunas caras nuevas, hasta que llegue su hora. La nueva película de Ben Epstein no alcanza una gran profundidad en sus temas, pero sí consigue generar sensaciones, y dibujar ese retrato fantasmagórico que clama la entradilla, y que es sólo posible desde la cercanía de un cine pequeño pero entregado a sus valores.
