Americana 2019 (IV): La desazón como condimento

Seguramente por casualidad, en nuestra última jornada en el Americana se juntan tres películas que tienen como denominador común una cierta sensación de desesperanza (que no necesariamente de pesimismo, como apunta la segunda de ellas). Sin apenas descanso entre una y otra, salimos ya casi a media noche bastante agotados, pero también satisfechos con la experiencia.

Nuestra particular maratón la abre Friday’s child, la segunda cinta de A. J. Edwards, colaborador de Terrence Malick en varios de sus últimos proyectos. La influencia del que ha ejercido como su mentor resulta palpable, pero también es cierto que Edwards consigue que Friday’s child transmita su sensibilidad personal. Se perciben fácilmente ecos en las formas, pero hay intenciones distintas en el fondo. Y hablando de forma y fondo, puede que el punto débil de la película sea que en ocasiones parece que la primera, más que identificarse con el segundo, lo sustituye. Que hay demasiada fe en la estética y en cómo ésta hablará por sí sola. Pero la historia y sus implicaciones son en esencia muy sencillas, y ese envoltorio tan elaborado puede a veces parecer exagerado. Hay que reconocer, aún así, que durante la mayor parte del metraje la belleza de su construcción consigue hacer de Friday’s child una propuesta muy estimulante. Tye Sheridan (Ready Player One), por su parte, está muy ajustado como el taciturno bala perdida protagonista. Mientras tanto, a su alrededor, el cielo del atardecer, la promesa de un amor, la sombra de un abismo cuya extensión crece lenta pero inexorablemente, y una realidad suspendida en el tiempo y el espacio que atrapa sin esfuerzo nuestra mirada.

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Otro que ha intentado levantar su película alrededor de una estética elaborada y de aportar una voz personal a lo que cuenta es el actor Ethan Hawke. Tampoco es nuevo en las labores de dirección (se estrenó en 2001 con Chelsea Walls), y con Blaze se acerca a la figura de un cantante country de esos que aquí conocemos tirando a poco, pero que en su país parece tener cierta relevancia (o se la reivindica aquí) pese a su fugaz trayectoria. Hawke juega a la narración en paralelo de diversas líneas temporales, y se preocupa por aportar textura a la imagen con resultados meritorios. Pero a medida que se introduce en la cinta, uno se pregunta si la estructura escogida es la mejor, si realmente permite al profano comprender a Blaze en toda su extensión o si, pese al esfuerzo por indagar en múltiples capas de su persona e historia, no nos quedamos a las puertas de todo ello. Cuanto más avanza la película, más aumenta la sensación de que nos estamos perdiendo algo, de que deberíamos tener alguna noción no adquirida, y que la grandeza de Blaze se da más por supuesta que todavía por demostrar. Las intenciones y el entusiasmo transpiran la película, lo que la convierte en algo más encomiable que otras muestras del género que se han podido ver recientemente, pero en última instancia Blaze falla a la hora de calarnos. Eso sí, nos deja con la curiosidad por descubrir la música de su protagonista: una parte de sus objetivos se pueden dar pues por cumplidos.

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Cerramos por último esta edición con el debut tras las cámaras de Paul Dano, que con Wildlife entra al gremio por la puerta grande. Y es que el actor ha conseguido que le secunden en su iniciativa dos actores de renombre como Jake Gyllenhaal y Carey Mulligan. En el resto de aspectos de la producción, en cambio, ha sabido ser contenido, y ha optado por una historia sencilla, la de una familia en proceso de descomposición durante la década de los sesenta. En el centro del huracán, el verdadero protagonista (a su pesar) de la cinta, Ed Oxenbould. El joven actor, que interpreta al hijo de este matrimonio que debería responder al ideal de familia americana, ofrece una interpretación estelar y lleva el peso de la trama con increíble solvencia. Su expresión refleja todo tipo de matices y hace palpables los temores e inseguridades de alguien obligado a madurar a marchas forzadas. Esa progresiva sensación de hallarse en una situación sin salida que forma parte nuclear de Wildlife nos hace recordar al Revolutionary Road de Sam Mendes (2008), aunque -tal vez por sensibilidad personal- no llega a hacerse tan asfixiante como aquélla. Sí consigue, sin embargo, trasladarnos esa profunda sensación de desesperanza que comentábamos al principio, contarnos su historia de forma elegante e impoluta, evitar ser categórica, y apuntarnos la agitación de unas psiques víctimas de las expectativas y de la opresión velada de una sociedad reacia a mostrar sus vulnerabilidades. Volviendo para casa, seguimos reflexionando sobre esa tensa relación entre el mundo interior y exterior que atraviesa el corazón del cine norteamericano, y que esperamos poder seguir explorando cuando el Americana llegue, el año que viene, a su séptima edición. Nos vemos entonces.

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