Need for speed

En las primeras curvas, todo va bien. «Need for speed» ofrece lo que debe ofrecer, incluso con mejores resultados de lo esperado (tal vez las expectativas son muy bajas en este tipo de producto, que suele venir con toda la caballería crítica echada encima). Se atreve a componer algunos instantes con cierta poética -aunque sea una poética bañada por el metal cromado de las carrocerías. Cuando empieza la acción -ni pronto ni tarde, en su justo momento-, es resultona, bien rodada aunque no siempre todo lo clara que debería. Pero elegante en última instancia. Las bases sobre las que se cimenta son consciente y voluntariamente cafres; pero, sin ser en este caso algo que deba esconderse, el conjunto resulta agradable a la vista. Para rematarlo, no se puede decir que su protagonista, Aaron Paul, sea un héroe especialmente carismático, pero consigue parecer el chaval del bloque de enfrente con un algo que nos cae simpático y al que, aún sin conocerlo, le deseamos que la vida lo trate bien, a pesar de su aspecto descentrado (en fin, algo similar a lo que ocurría con su personaje de Jesse Pinkman en «Breaking Bad» (2008)).

Pero no es Lamborghini todo lo que reluce y, cuando se acerca la hora de metraje, uno mira el reloj y se pregunta por qué demonios la función va a durar más de ciento veinte minutos. La respuesta no tiene ningún secreto: «Need for speed» es otro espectáculo afectado de elefantiasis, que se empeña en alargar una historia que tendría su punto óptimo de cocción por debajo de la hora y media. Como corresponde a una desenfadada serie B (aunque haya millones de dólares invertidos en ella) de estas características, cuyo espíritu los cineastas parecen empeñados en negar desde hace una década.

Aaron "Pinkman" Paul le echa un vistazo a sus rivales.

Así, el director Scott Waugh (aunque habría que buscar parte de la culpa en la tarea de los guionistas, que tal vez han decidido que debían escribir en proporción a las seis manos puestas a la obra en el libreto) comienza a tirarse piedras sobre su propio tejado. El personaje inicialmente paródico -y con cierta gracia como narrador de lo evidente- de Michael Keaton se vuelve simplemente estúpido e innecesariamente histriónico. Los momentos pasados de vueltas -amiguito graciosete de manual mediante- se despeñan por la pendiente del ridículo. El insistente dibujo de unos protagonistas nobles que, al fin y al cabo, se pasan la película haciendo alarde de su condición de peligro público homicida, acaba resultando molesto (más teniendo en cuenta que el objeto de la vendetta personal que mueve la trama es un desgraciado accidente, seguramente igual de letal que decenas de los que provocan en su búsqueda de redención). Siempre nos quedan los coches y sus espectaculares coreografías, la chica mona con carácter, el héroe trágico… Pero Scott Waugh  ha forzado sin duda su máquina. Y, al final, se le ha quemado el motor.

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