Todo aficionado sabe que el segundo sábado del festival de Sitges es el último día del mismo. El domingo es como un bonus track. Nos enfrentamos pues, a una jornada cargadita, y con la intención de llegar hasta el final (entendiendo por final el amanecer del día siguiente).
Me dirijo, ya cercano al mediodía, al Prado (que pisé ayer por primera vez para ver la perla de James Franco y compañía). El objetivo es asistir al menos a una de las películas que conforman la pequeña retrospectiva ofrecida a Takashi Miike. La selección, si bien breve, es bastante bonita: «Shinjuku Triad Society» (1995), «Shangri-La» (2002), «The city of lost souls» (2000), «Audition» (1999) y, para los compañeros de Brigadoon, un regalito adicional (pues vino también acompañado de su autor), «Young thugs: Innocent blood» (1997).
Miike-san no falta a la cita y presenta la que nos reúne aquí y ahora: «The city of lost souls«. Aplausos entusiasmados, comienza la proyección y el resultado es sencillamente espectacular, con el director en su mejor versión: libre, visceral (haya o no violencia), hiperactivo. La historia de lucha por un amor improbable pero a la vez absolutamente natural, con el sentimiento a flor de piel. Es posible que, narrativamente, «The city of lost souls» no sea del todo fluida, pero visualmente es un chute de cine en vena, lleno de ideas, ritmo y creatividad en el montaje. Además, contiene posiblemente la mejor escena de boda de la historia del cine. Romance a pie de calle, acción pasada de vueltas, una ciudad moderna suburbial, el mestizaje como norma. «The city of lost souls» es una pieza de culto absoluta, y la única proyección en todo el festival que podré disfrutar en preciosos 35 mm. Un año más de réquiem.
Vuelvo a la cola del cine para entrar a ver la última rareza del también japonés Sion Sono, mientras mi yo juvenil muere por dentro al perderse la proyección de «El retorno del Jedi» (R. Marquand, 1983). Me puede la avidez de novedades y el empuje fan del que ha disfrutado hasta sus últimas consecuencias con «Love Exposure» (S. Sono, 2008).
Hoy se nos plantea «Bad Film«, una película rodada en 1995, pero que el director no pudo acabar de montar hasta el año pasado. Viene con esa especie de mito que acompaña a las películas con un proceso de producción difícil, y con una cantidad inhumana de metraje rodado. Para acabarlo de rematar, está a medio camino de la performance, con actores pertenecientes a un colectivo teatral tokiota, y presentado en formato Betacam. Lo que es, en definitiva, una lucha entre bandas, tiene muchos puntos de interés, pero también es un Sion Sono en bruto, sin el refinamiento (si esa es una palabra que pueda aplicarse a este director) que ha alcanzado en los últimos años. Las casi tres horas de metraje son a todas luces excesivas, pero también contienen múltiples destellos de lo que serán sus futuras obras, por lo que será seguida con mayor interés por el ya iniciado. Sono, pues, no tiene problemas en atacar temas polémicos desde puntos de vista atrevidos, en ser hiperbólico en las formas, en hacer mezclas imposibles y en dejar claro que su esencia, bajo las capas multigenéricas y el estruendo visual, ha sido siempre el melodrama. Al final, en definitiva, consigue hacer cine de autor con simples cámaras de vídeo. Más underground imposible.
Frente al barroquismo de los japoneses, la sobriedad de «La fille de nulle part» de Jean-Claude Brisseau, una película de mundos eminentemente interiores -tanto espacial como psicológicamente hablando. El encuentro entre este jubilado dedicado a la escritura (que es el propio director) y una joven sin trasfondo visible deriva en un conjunto de interesantes reflexiones sobre la vida y las creencias que, tal vez como comentaba un amigo, funcionarían aún mejor como libro u obra de teatro. Las formas son, desde luego, muy sencillas (en ocasiones demasiado), lo que no impide que la película se siga con interés y, además, aporte algún hallazgo interesante: esto es, la inclusión de elementos fantásticos sin apenas utilizar los códigos propios del género. Al final, la historia tiene una circularidad (de nuevo, totalmente interior) que ahonda en este ‘costumbrismo sobrenatural’ y que la perfila como una obra bastante recomendable.
Merecido descanso para la cena y el reencuentro con viejos amigos, que se ve interrumpido hacia el final por un pequeño milagro: tengo una inesperada entrada para ver lo último del rey de la animación, Hayao Miyazaki. La oferta es irresistible, así que me dirijo al Auditori para esta sesión que está, como era previsible, abarrotada.
«The wind rises» (que es la última película de Miyazaki, pero a lo mejor no, pero a lo mejor sí) es tan arrebatadora visualmente como de costumbre. Al punto que esta costumbre por parte del espectador puede hacer que no se valore en su justa medida desde un principio. Sí es cierto que es posiblemente la propuesta menos sentimental de su director, y el propio argumento y protagonista no ofrecen la misma conexión emocional que surge de forma casi inmediata en otras de sus obras. También es cierto, sin embargo, que el relato es impecable y la propia técnica de la película está impregnada de más corazón del que tendrán nunca muchos de los dramas que podamos ver. Conforme avanza, «The wind rises» empieza a atrapar, se empiezan a dibujar nuevas relaciones, nuevos sentimientos y, finalmente, se convierte en un hermosísimo relato de amor, superación y sueños que, como curiosidad, contiene más gestos amorosos que cualquiera de las anteriores películas del maestro.
Para cuando llega la hora de la maratón (retrasada además por una hora), hay más ganas de irse a dormir que de otra cosa. Pero como el tren ya no es una opción, no queda más que intentar aguantar el tipo o usar la butaca como camastro. Miike, que baja de nuevo a presentar la sesión, lo hace de andar por casa, y probablemente vuelve acto seguido a su habitación para dormir como un tronco mientras nosotros nos dopamos con una película tras otra.
Es una lástima que justamente haya sido invitado el realizador este año, cuando las cintas que presenta son tan flojitas. El dueto «Lesson of the evil» y «Shield of Straw» son la peor muestra que he podido ver de Miike. La primera es simplemente pasable, gracias a algunos aciertos ocasionales y la contundencia de su último tramo, que podría ser una especie de «Elephant» (G. Van Sant, 2003) pasada por el filtro de «Battle royale» (K. Fukasaku, 2000). En cualquier caso, estirada sin razón de ser y sorprendentemente insulsa. Esto mismo ocurre con la segunda, directamente mala a causa de un guión cansino, redundante y carente de desarrollos capaces de enganchar al espectador. Tras un inicio que hace pensar en un thriller al estilo Johnnie To, la cosa va decayendo hasta desear que termine de una vez. Mientras que el Miike de formas clásicas funcionó muy bien en sus incursiones en el cine de samuráis, en los casos de este año se hunde en la falta de personalidad y los fuertes déficits de ritmo e incluso inventiva visual. Es un Miike con el piloto automático, tal vez apisonado por una máquina comercial que no impone decisiones demasiado inteligentes, o tal vez simplemente desganado. La parte buena es que en cuestión de un año podremos ver nuevas intentonas, con probabilidad más afortunadas que estas.
Qué bonico! Y que suerte de haberte podido acompañar en alguno de los momentazos (jijijiji). Por cierto, estoy totalmente de acuerdo en que las dos últimas del Miike no son precisamente de las mejores que ha hecho…
La verdad es que con buena compañía todo sabe mejor. Ha sido un gustazo como siempre 😉
Ya te avanzo que lo primero que dijo Miike en su conferencia es que piensa volver a sus años más punkis. Amén a eso.
Por cierto, me deprimí al darme cuenta de que no nos habíamos hecho ninguna fotico juntos! Y eso que llevé la cámara todos los días!
Sólo tengo un par de imágenes de presentaciones pensadas para colgar aquí, y la del autógrafo con el señor Takashi. Total disaster.
A ver si es cierto que vuelve un poco al origen 🙂
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